Cómo la masonería del XIX convirtió a Giordano Bruno en símbolo del librepensamiento
Del martirio inquisitorial a la apropiación simbólica de Campo de’ Fiori
Resulta revelador que un fraile condenado en 1600 se luzca hoy como estandarte de logias nacidas más de un siglo después. No hablamos de un homenaje inocente, sino de la reescritura deliberada de una vida compleja para vestirla con un mandil que jamás usó. Cuando la masonería levantó en 1889 la estatua de Giordano Bruno, no rehabilitaba su filosofía, fabricaba un santo laico a su medida anticlerical, amputando matices y encajando el bronce en un relato que la engrandece.
Hoy nos detenemos en Giordano Bruno, un filósofo renacentista que nunca militó en causa política alguna ni participó en corrientes nacionalistas o identitarias europeas. Como defensores de la veracidad histórica y de la pluralidad cultural de nuestra gran casa —esa Europa de múltiples soberanías y fronteras— reclamamos que su legado permanezca neutral, sin ser instrumentalizado por intereses ajenos a su época. Durante el siglo XIX, diversas logias masónicas italianas lo erigieron en “santo laico” y emblema de su propia épica anticlerical, apropiándose de su nombre y filtrando su obra a través de un prisma doctrinal que él jamás habría reconocido. A día de hoy ha sido en
«La historia merece respeto; no se escribe con mandiles prestados ni con bronce propagandístico, sino con rigor, contexto y memoria fiel.»
Bruno no fue un pensador de bandos políticos modernos, y menos aún un mártir de la izquierda contemporánea que lo ha reclamado como suyo para enarbolar banderas de progresismo y anticlericalismo, como se ve en tributos que lo pintan como precursor de un "infinito" liberador contra dogmas opresores. Esta apropiación post mortem por corrientes izquierdistas distorsiona su legado hermético y cosmológico, encajándolo en narrativas ideológicas que él jamás habría suscrito: su defensa del universo infinito y la pluralidad de mundos era una ontología mística, no un panfleto contra estructuras de poder ni un alegato por igualdades sociales o revoluciones proletarias. Reclamarlo como "de izquierdas" es tan anacrónico como hacerlo "de derechas": Bruno trasciende esas dicotomías modernas, y defender la veracidad histórica obliga a rechazar cualquier expropiación que lo reduzca a emblema partidista, sea masónico o izquierdista, para restituirlo a su propio siglo y pensamiento autónomo.
Esos mal llamados progresistas, siempre con el mismo truco: como su ideario anda cojo de pensadores originales y profundos, van y se apropian de figuras neutrales o históricas que ni de lejos comulgarían con sus dogmas modernos. Fíjate en Bruno: un tipo que arremetía contra dogmas eclesiásticos y defendía un cosmos infinito, pero sin alinear su filosofía con revoluciones proletarias ni igualitarismos forzados. Lo pintan como mártir "progresista" para rellenar huecos en su panteón, ignorando que su hermetismo y su universalismo trascienden bandos. Es la típica maniobra de quien carece de sustancia propia: colonizar el pasado para legitimar el presente, pero nuestra historia no se deja reescribir tan fácil.
Un arma de propaganda, no un tributo histórico
La devoción masónica por Bruno no brota de sus diálogos italianos de 1584, sino de la Italia decimonónica que buscaba héroes laicos. Su estatua dice más del Gran Oriente de Italia que del dominico ajusticiado. Convertir al “hereje” en tótem ilustrado resultaba útil para legitimar logias y proclamar una Roma emancipadora, pero la cronología desmonta el mito: Bruno muere en 1600, la Gran Logia se funda en 1717 y Ettore Ferrari firma el bronce en 1889.
La máquina de hacer mitos
Nada resulta más cómodo que coronar a un muerto con ideas que ya no puede matizar. La masonería necesitaba un mártir del pensamiento libre; Bruno, reducido al silencio, servía. Se le despojó de su imaginería hermética, se limaron sus riesgos teológicos y se le embalsamó como pionero de un racionalismo que él nunca formuló así. El resultado es una figura simplificada: un busto doctrinal que cabe en celebraciones rituales cada 17 de febrero, allí donde ardió en la hoguera por tener voz propia, decidieron como tributo robarle la voz .
«Celebrar la libertad tergiversando la voz del homenajeado es una forma suave de censura»
El monumento como editorial en bronce
La estatua, con su capucha calada y rostro severo, mira hacia el Vaticano. El mensaje auténtico no es de Bruno a la Iglesia, sino de la masonería al ciudadano: aquí predica la nueva religión de la Razón. Campo de’ Fiori se transformó en un púlpito permanentemente politizado, un escenario donde la memoria histórica se manipula para saldar cuentas ideológicas.
Por qué importa desmontar el mito
Reescribir a un muerto es fácil; devolverle su voz, arduo. Bruno no fue masón ni un progresista liberal decimonónico: fue un pensador renacentista obsesionado con un cosmos infinito y con la mnemotecnia mágica. Confundirlo con un profeta de logia no solo traiciona su obra, degrada también nuestro rigor histórico. Si la masonería desea pactar con la Historia, debería renunciar a apropiarse de credos ajenos y aceptar que la pluralidad de mundos bruneana no legitima cualquier relato posterior que reclame su nombre.
«La historia no se reescribe: se documenta, se matiza y, sobre todo, se respeta»