La resistencia de Numancia: una historia de honor y sacrificio (Parte I)
Desde sus orígenes hasta la consolidación del cerco romano
Introducción y contexto
Esta obra narra la apasionante y cruda resistencia de la ciudad de Numancia, ubicada en la península Ibérica, durante el periodo comprendido entre el año 143 a.C. y 133 a.C., marco en el cual se desarrolló la Guerra de Numancia. Dada la riqueza y extensión de los acontecimientos, esta narración se ha dividido en varios capítulos,respetando fielmente la documentación histórica y cultural de los pueblos celtíberos.
☰ Capítulo I | Humo sagrado y primer hierro.
En la bruma fresca del amanecer, la campiña alrededor de Numancia se despertaba a la vida con un aroma vivo y penetrante: el microcosmos del bosque vecino absorbía el rocío y exhalaba ese olor terroso que mezclaba musgo, pino y tierra mojada. Los primeros rayos de sol acariciaban las faldas de la empinada colina, envuelta en neblina ligera que confería un aura casi mística al enclave celtíbero.
En el valle resonaban ecos de vida cotidiana y preparativos militares, mientras en el campamento rodeando la muralla se afilaban las lanzas y se reparaban los escudos, rituales que tenían la solemnidad de una ceremonia sagrada. La ciudad, pequeña pero fortificada, se había convertido en el último bastión de los Arevaci contra Roma.
"El fuego sagrado que arde en el pecho del guerrero numantino es la luz que guía a su espíritu hacia la eternidad."
El jefe guerrero, Viriato, un hombre de porte majestuoso y mirada intensa, vestido con túnicas de lino teñidas de tonos ocres y rojos oscuros, adornadas con símbolos solares, dirigía desde un montículo. Su voz, firme como la roca sagrada, congregaba a un grupo de ancianos y jóvenes, entre ellos su hijo y aprendiz, Taranis, un joven robusto que por su corta edad apenas comenzaba a tomar parte activa en la defensa, deambulaba de un lado al otro con unos ojos vivos sabiendo la importancia de ese momento.
El aire estaba impregnado no solo del aroma de la madera y las hierbas secas, sino también de incienso natural que se quemaba cuidadosamente en pequeños recipientes de cerámica, dispuestos desde el alba hasta el ocaso. Estos rituales de purificación y protección eran dirigidos por los druidas y sacerdotes numantinos, que encendían el fuego sagrado con astillas de pino y abedul, mezcladas con resinas aromáticas e hierbas recogidas en bosques sagrados.
Este humo espeso y dulce ascendía, buscando la presencia de los dioses celestiales como Lug, el dios solar multifacético y patrón de la guerra y la artesanía, cuya luz se creía que confería fuerza y sabiduría a los guerreros. También se invocaba a las Matres, diosas madres de la fecundidad y protectorazgo, y a Epona, guardiana de los caballos y las almas en el tránsito al Más Allá, ambas figuras femeninas esenciales del panteón celtibérico.
El proceso del encendido no era casual. Antes, los sacerdotes realizaban cantos y recitaban versos arcanos, con la música ritual acompañada por trompas decoradas con figuras zoomorfas, aullidos de lobos y golpes de tambor, creando un ambiente de trance colectivo. El fuego simbolizaba la purificación, el vínculo invisible entre el mundo visible y el invisible, y la renovación de fuerzas para afrontar la batalla que se aproximaba.
"Que el humo suba como plegaria a nuestros ancestros y que los dioses heróicos guíen nuestro valor en el combate."
Las ceremonias tenían lugar en el nemeton, un alto claro entre los árboles sagrados o en la cima de una colina, donde la comunidad se reunía para ofrendas y rituales. La iluminación del fuego sagrado y el aroma persistente envolvían a los presentes, creando una atmósfera en que la realidad terrenal se fusionaba con la espiritualidad inquebrantable de Numancia.
Al lado, Aria, la curandera de la aldea, mezclaba hierbas mientras murmuraba cánticos ancestrales en una lengua antigua. Su presencia irradiaba calma y poder, una fuerza silenciosa en medio de la tensión latente. Sus dedos marcaban símbolos de protección en la piel de los soldados jóvenes, como un rito para fortalecer sus almas antes de la batalla.
Entre el pequeño grupo destacado también se encontraba Segomo, el anciano druida, envuelto en un manto de pieles decoradas con círculos y rayos. Su conocimiento profundo de las estrellas, ciclos lunares y rituales secretos era la brújula moral y espiritual de la comunidad. En sus ojos se reflejaba la historia de siglos, y en sus palabras el eco de los dioses antiguos.
En las sombras de la muralla, Caleto, un esclavo liberado, observaba con mezcla de respeto y sospecha. Años atrás, durante una bárbara razzia romana contra un poblado celtíbero cercano a Numancia, fue capturado debido a su destreza en la batalla y su determinación para proteger a su gente. Fue vendido como esclavo y llevado a Roma, donde su conocimiento de los antiguos rituales y símbolos celtíberos llamó la atención de un oficial romano, quien vio en él un misterio más que una amenaza.
Se cuenta que Caleto conmovió a su captor al reproducir un antiguo rito de purificación frente a un altar improvisado, acompañado de cánticos que hablaban de la conexión entre la tierra, los ancestros y la divinidad. Impresionado y algo temeroso por las leyendas que rodeaban esos saberes, el oficial decidió liberarlo, temiendo quizá las consecuencias de retener a un custodio de secretos tan profundos.
Esta doble condición de guerrero valiente y custodio de saberes ancestrales convirtió a Caleto en una figura ambivalente dentro de Numancia: un símbolo vivo de la lucha entre la brutalidad de la guerra y la mística espiritual que impregnaba a su pueblo.
Caleto se movía con la cautela de quien ha conocido la esclavitud y la libertad, y su mirada siempre alerta reflejaba la tensión entre un pasado de pérdidas y un presente cargado de esperanza por la redención y la defensa de su hogar. Bajo la luz suave de la luna, muchas noches buscaba refugio en antiguos altares y santuarios para invocar la protección de los dioses numantinos y fortalecer su espíritu para el desafío que les esperaba.
"Vivimos en la frontera entre el mundo de los hombres y el de los dioses, donde cada batalla es un ritual y cada sacrificio, un paso hacia el más allá."
Los preparativos avanzaban pese al temor en el ambiente. Rumores llegaban desde la lejana Roma, el tratado de paz se había roto y la sombra del ejército romano se proyectaba sobre Numancia.
Así comenzaba la última resistencia de una ciudad que durante décadas había defendido su libertad y sus creencias, una batalla donde el mortal choque militar se entrelazaba con un fervor esotérico y ritual, impregnando cada gesto y cada esperanza.
☰ Capítulo II | La chispa de Segeda y el juramento.
En un verano marcado por la tensión creciente, la ciudad de Segeda, capital de los Belos celtíberos, se hallaba ante una encrucijada que pondría a prueba todo lo que había logrado en las últimas décadas. Su población había crecido, y la necesidad de ampliar las murallas se convirtió en un acto de soberanía y desafío frente a la República romana que dominaba la península.
Roma exigió la paralización inmediata de las obras bajo la amenaza del rompimiento del tratado de paz. Pero los segedanos, apoyados por su derecho y sus tradiciones, respondieron que el tratado prohibía la construcción de nuevas ciudades, no la mejora y ampliación de las existentes.
La negativa de Segeda encendió la chispa de la guerra que nadie quería, pero todos temían. Roma apuró sus tiempos políticos, adelantando las elecciones de cónsules para preparar una campaña militar de castigo y restauración de su autoridad.
El cónsul Quinto Fulvio Nobilior llegó con un imponente ejército de más de 30 mil hombres, compuesto por legiones italianas, auxiliares y aliados, preparado para sofocar el levantamiento. Pero el terreno y la resistencia numantina pondrían a prueba la seguridad romana.
Los habitantes de Segeda, conociendo la inminencia del asedio, tomaron una decisión desesperada: abandonaron sus hogares y se refugiaron en la poderosa muralla de Numancia, sus vecinos y aliados de la tribu de los Arevaci.
Bajo el liderazgo de Caro de Segeda, un joven y enérgico caudillo de la tribu de los belos, la alianza celtíbera ejecutó una emboscada magistral contra las fuerzas romanas, una maniobra que quedaría grabada en las crónicas como un golpe maestro de la resistencia ibérica.
Caro, vistiendo una túnica de lana tejida con tintes rojizos y ocres que representaban la sangre y el fuego, y un manto adornado con motivos geométricos y símbolos solares, encabezaba a unos veinte mil infantes y cinco mil jinetes expertos en el terreno abrupto y boscoso de la zona. Los guerreros celtíberos empuñaban espadas cortas de hierro forjado, hondas talladas en madera de avellano y lanzas largas con puntas de bronce. Sus escudos, ovalados y decorados con cruces y espirales, portaban la esencia de sus antepasados.
Los soldados romanos, acostumbrados a batallas en tierras abiertas y planas, estaban equipados con sus clásicas centurias: casco de hierro con penacho rojo, cota de malla metálica protegiendo el torso, guerreras y grebas de bronce, y el característico escudo rectangular y curvo llamado testudo. Sin embargo, el terreno desigual y el sigilo de la emboscada les privaron de su fortaleza táctica.
En el amanecer nublado, Caro ordenó a sus honderos ocultarse entre las rocas y arbustos, mientras la caballería esperaba al acecho, preparada para cerrar el paso al enemigo. El estruendo de las trompas numantinas rompió el silencio, señalando el inicio del ataque.
Las tropas romanas marchaban confiadas, atravesando un estrecho paso entre colinas y ríos, perfecto para una emboscada. De repente, las flechas celtíberas y los proyectiles de las hondas comenzaron a caer como lluvia de plomo sobre ellos, desconcertando a los centuriones y desorganizando las líneas.
Los jinetes belos cargaron por los flancos, atacando con rapidez y precisión, mientras la infantería cerraba el cerco. El choque era feroz, con gritos de guerra que se mezclaban con el sonido metálico de espadas y flechas. Caro, en primera fila, lideraba con valentía, su espada alzada y su voz un grito que clamaba por la libertad y la defensa de sus tierras.
"¡Por la sangre de nuestros ancestros y la tierra que nos dio vida, luchad con furia y honor!"
Durante horas las fuerzas romanas intentaron reorganizarse y resistir, pero la ventaja del terreno, el conocimiento del campo y el fervor de los celtíberos hicieron que las legiones cedieran terreno, sufriendo bajas considerables: más de seis mil soldados muertos según las crónicas.
La batalla culminó con una desbandada romana hacia la cual se lanzó Caro en una perseguida implacable, buscando eliminar completamente a sus enemigos. Fue entonces cuando, en el fragor de la persecución, cayó en combate junto a muchos de sus guerreros fieles, sacrificando su vida por el ideal de la resistencia.
Aunque la muerte de Caro fue un golpe duro, la victoria —una de las más contundentes contra Roma hasta ese momento— envió un mensaje claro: la resistencia celtibérica estaba dispuesta a todo para defender su libertad.
Los aliados arévacos y titos, junto a los belos, celebraron la victoria encendiendo hogueras que iluminaban la noche, alzando cánticos y realizando rituales para honrar a sus caídos y pedir fuerza a los dioses para lo que estaría por venir.
Heridos y diezmados, los romanos tuvieron que reorganizarse, pasando un invierno duro en un campamento cercano. Cuando en la primavera siguiente llegaron refuerzos con el nuevo cónsul Marcelo, la alianza celtíbera se preparó para continuar la lucha, seguros de que Numancia se mantendría firme.
"No hay cadenas que sujeten el alma libre, ni muro que detenga la voluntad de un pueblo que lucha por su tierra."
Este primer gran choque marcó el inicio de la llamada Segunda Guerra Celtibérica, una epopeya de resistencia que duraría casi dos décadas y cimentaría el mito de Numancia y que palabra a palabra vamos a desgranar hoy.
☰ Capítulo III | Sombras en los pasos: guerra de bosque.
La Segunda Guerra Celtibérica estaba en sus albores, y los ecos de los primeros combates resonaban con fuerza en los frondosos valles que rodeaban Numancia. El terreno abrupto, moldeado por riachuelos y espesos bosques, era un aliado formidable para los defensores, pero un desafío constante para los soldados romanos, acostumbrados a combatir en llanuras abiertas y organizadas.
Las legiones romanas, marchando ordenadas bajo el mando del cónsul Marcelo, ostentaban un formidable aparato militar. Sus centuriones lucían cascos metálicos con penachos rojos que brillaban al sol, y sus cuerpos permanecían cubiertos por cota de malla reluciente que les protegía mientras portaban escudos testudo, curvados y resistentes, diseñados para formar la famosa tortuga impenetrable.
Sin embargo, los celtíberos respondían con ingenio y ferocidad. Vestidos con túnicas de lino o lana en tonos terrosos y rojizos, usaban pieles de animales para protegerse del frío y la humedad. Armados con espadas cortas y lanzas con puntas de bronce, y provistos de escudos adornados con símbolos ancestrales grabados en madera, se movían con la agilidad de los animales en su territorio.
La estrategia celtibérica se basaba en ataques sorpresivos y rápidos, aprovechando el conocimiento del terreno y sus habilidades en guerrilla para hostigar la moral romana. Pequeñas partidas de honderos y arqueros aparecían entre árboles y rocas para lanzar una lluvia de proyectiles, desapareciendo tan rápido como surgían, evitando el contacto directo prolongado.
Se escuchaba a Taranis, hijo de Viriato y joven guerrero numantino de ojos vivos, decir:
“Desde esta loma observo a los hombres de mi padre prepararse para la batalla. Puedo sentir la vibración en el suelo, el murmullo tenso de las armas que se ajustan, la respiración controlada. Manteneos firmes, recordad por qué luchamos. La libertad de nuestra tierra no se negocia.”
En respuesta, los romanos organizaban formaciones cerradas, avanzando con disciplina inquebrantable, protegiéndose tras sus testudo, avanzando lenta e inexorablemente hacia el corazón de los rebeldes. Pero la vegetación y el terreno irregular complicaban sus maniobras, haciendo que cada centurión tuviera que tomar decisiones rápidas y arriesgadas.
La primera escaramuza tuvo lugar en un estrecho paso flanqueado por gargantas y bosques. Un grupo de jinetes celtíberos, montando caballos ágiles y fuertes, cargaron desde las alturas para romper las líneas de la retaguardia romana, mientras la infantería atacaba por los flancos. El choque fue brutal y breve, pero suficiente para frenar el avance romano y obligarles a reorganizarse.
“Vi caer a muchos amigos bajo la lluvia de flechas y la furia del metal”, - musitó Viriato - "mientras observo las heridas de los pocos veteranos que retiran sobre la sombra de los árboles. Está claro que la guerra será larga y cruel."
La respuesta romana no tardó. Con sus centuriones al mando, reorganizaron las filas y atacaron en formación cerrada, usando su infantería pesada para empujar y desgastar al enemigo. La lucha se convirtió en una batalla de resistencia y desgaste, donde cada metro ganado o perdido era pagado con sangre y sacrificio a partes iguales por los celtíberos o por los romanos.
Durante meses, ambas partes protagonizaron numerosos encuentros, ninguno definitivo. Los romanos intentaron cercar Numancia con campamentos y fortificaciones, mientras los celtíberos mantenían su espíritu combativo, acosando a los legionarios con ataques nocturnos y amañaban emboscadas para mantener la presión.
Este juego de sombras y supervivencia desgastaba a ambos, y el cansancio comenzó a marcar el ánimo de los defensores, mientras Roma enviaba refuerzos para romper la resistencia.
"Somos el viento entre los árboles y la piedra que resiste al tiempo. No seremos doblegados ni olvidados."
La guerra, todavía joven, obligaba a los guerreros a aprender y adaptarse. Las batallas eran tan peligrosas como desordenadas, y la necesidad de recursos y alianzas se hacía cada vez más clara. El tiempo era enemigo y aliado a la vez en esta contienda feroz que desnudaría el temple de Numancia.
Quizás el fatídico día de la gran caída aún está lejano, pero cada escaramuza, cada noche bajo las estrellas, forja en nosotros el carácter de la libertad que queremos defender.
☰ Capítulo IV | El mando de Marcelo: piedra y paciencia.
La atmósfera en Numancia estaba impregnada de una mezcla de fatiga y determinación. Tras las escaramuzas nocturnas y los ataques intermitentes, un cambio decisivo estaba por venir. El cuerpo del ejército romano que acechaba había cambiado. Llegó el nuevo general, Marco Claudio Marcelo, un hombre de estrategias refinadas y talentos marcados que anunciaba una seria amenaza para la resistencia numantina.
La llegada de Marco Claudio Marcelo al mando de las fuerzas romanas marcó un cambio estratégico que inquietó profundamente a Numancia. Roma, tras el fracaso de las campañas anteriores, había decidido enviar a un general experimentado, conocido por su equilibrio entre la diplomacia y la fuerza, con la misión expresa de someter a la resistencia numantina a toda costa.
Marcelo, que había ganado fama por su habilidad en campañas anteriores y por su capacidad para reorganizar ejércitos diezmados, llegó con un ejército reforzado, formado por hombres curtidos en múltiples batallas. Sus legiones, luciendo armaduras relucientes de cota de malla, destacaban en el campo con sus estandartes, y la estricta disciplina junto con la precisión de sus maniobras causaban respeto incluso en sus numantinos enemigos.
Entre sus oficiales se encontraba el centurión Lucio Petronio, veterano de muchas guerras y temido por su rigor y determinación, y el joven tribuno Publio Valerio, scout y estratega, cuya ambición personal le impulsaba a buscar la gloria en la difícil campaña contra Numancia.
En Numancia, la noticia de la llegada del nuevo general despertó una mezcla de temor y resolución. Viriato, con la serenidad de quien conoce el peso de la historia, convocó una asamblea en la que participaron además de Taranis, Aria y Segomo, numerosos jefes tribales, guerreros veteranos, ancianos consejeros y representantes de las familias más influyentes.
El recinto elegido fue el antiguo nemeton, un claro sagrado rodeado de robles y helechos, donde la comunidad solía reunirse para tomar decisiones trascendentales y realizar ritos religiosos. El fuego de la hoguera central proyectaba sombras danzantes sobre los rostros de los asistentes, mientras el humo del incienso se entremezclaba con el aroma penetrante de la tierra húmeda.
Viriato alzó la voz, firme y poderosa:
"Hemos resistido el embate de Roma hasta ahora, pero no será suficiente. Marcelo no es un general común. Su llegada significa que han decidido someternos por la fuerza y ahora enfrentamos a un adversario preparado para romper nuestra voluntad y nuestra tierra. Debemos cambiar, unirnos más que nunca y repensar nuestra defensa."
Aria habló a continuación, su voz calmada pero llena de autoridad:
"Nuestros hogares, nuestros niños, nuestro espíritu están en peligro. Los dioses nos piden acción, no mera espera. Debemos fortificar cada rincón, debemos crear espacios seguros para atender a los heridos, y enviar hoy mismo a los mensajeros para buscar alianza entre los pueblos hermanos."
Segomo, el anciano druida, añadió con voz profunda y resonante:
"Las estrellas nos advierten de tiempos difíciles, pero también de oportunidad. La sabiduría ancestral será nuestra guía. Organizaré ritos de protección y bendición para cada guerrero. La tierra misma nos apoya."
Se estableció un consejo de guerra, integrado por líderes de las tribus aliadas, expertos en emboscadas, guerreros veteranos y estrategas como Caleto, el esclavo liberado. El consejo delineó un plan que combinaba defensa en las murallas, ataques sorpresa y diplomacia.
Mientras tanto, en el campamento romano, Marcelo organizaba la construcción de máquinas de asedio y fortificaciones avanzadas, decidido a convertir Numancia en un sitio donde la resistencia física y moral llegase a su límite. Los legionarios trabajaban con disciplina, conscientes de que esta campaña definiría sus destinos y la supremacía romana en la región.
En el corazón de Numancia, Taranis sentía el peso de la responsabilidad creciente. Desde su posición, observaba y aprendía, consciente de que pronto su juventud sería puesta a prueba en la defensa colectiva que habían decidido.
El primer punto de giro se hacía evidente: Roma, con mandos nuevos y tácticas renovadas, ya no sería un adversario que se pudiera manejar con esquivas y escaramuzas. La guerra entraba en una nueva fase, más dura y exigente, donde la estrategia y la unidad serían fundamentales para la supervivencia de Numancia.
☰ Capítulo V | El anillo de madera y hierro.
Habían pasado ya cuarenta y dos lunas desde el primer aliento de esta larga contienda. Cuarenta y dos noches en las que los cielos habían visto pasar cada ciclo lunar, mientras Numancia resistía, indómita, el implacable avance de Roma. No era solo el paso del tiempo lo que urdía la desesperación, sino el cada vez más apretado cerco que, como una serpiente, se cerraba alrededor de la ciudad.
Las fuerzas romanas, bajo el mando del nuevo general Marco Claudio Marcelo, emprendieron con rigor la construcción de un sistema colosal de fortificaciones. Erigieron una muralla extensa, abandonando las antiguas estrategias de asaltos frontales para adoptar el cerco total: más de nueve kilómetros de alambradas, montículos defensivos, empalizadas reforzadas con hierro y cuchillas, fosos profundos y trampas escondidas en los estrechos caminos que rodeaban Numancia.
Marcelo, conocido tanto por su paciencia estratégica como por su crudeza cuando era necesario, había decidido que la victoria vendría de la perseverancia y del agotamiento del enemigo. Su ejército, formado por legiones bien entrenadas, auxiliaries y tropas aliadas, no solo trabajaba día y noche en la construcción de estas defensas, sino que también instalaba torres de vigilancia con catapultas y onagros capaces de lanzar proyectiles incendiarios y enormes rocas para desgastar la moral de los sitiados.
En una de las torres de vigilancia, Lucio Petronio, centurión curtido por mil batallas, observaba el lento pero firme avance de la construcción. Sus ojos narraban historias de combates pasados y la certeza de que esta vez no podían permitirse errores.
Mientras tanto, en las calles de Numancia, la vida continuaba entre la tensión y la esperanza. La curandera Aria y el druida Segomo trabajaban incansablemente en los templos improvisados, dirigiendo ritos de curación y protección. Las hierbas aromáticas se mezclaban con el humo de los cánticos ancestrales, buscando fortalecer no solo los cuerpos débiles por el hambre y las heridas, sino también las almas de aquellos que aún creían en la libertad de su pueblo.
El recinto que había servido para las asambleas se convirtió en un santuario de primeros auxilios, donde heridas profundas eran tratadas con ungüentos naturales y la firmeza de los remedios tradicionales. Las noches eran escenario de rezos colectivos, mientras la ciudad luchaba contra la creciente sombra del agotamiento físico y emocional.
Desde la muralla, Taranis sentía que cada luna que se ocultaba tras el horizonte sumaba tanto un día de miedo como de valor a la historia de su gente. “El hambre es un enemigo silencioso, pero nunca será más fuerte que nuestro espíritu,” meditaba, mientras observaba a los guerreros patrullar los muros con lanzas en mano.
Los intentos de romper las fortificaciones romanas se volvieron cada vez más audaces y peligrosos. Las salidas nocturnas, realizadas en pequeños grupos, buscaban algo más que suministros: eran actos de desafío, de recordatorio para los sitiados, y una prueba de que la resistencia aún latía con fuerza.
Pero Roma respondía con dureza equilibrada y una vigilancia constante. En las dobles filas de centuriones y legados, se leían las órdenes con frialdad: mantener la cohesión, impedir el contacto con el exterior, y esperar el desgaste hasta el ablandamiento final de Numancia.
"Quiera la tierra que nos ha criado sostenernos en este asedio, y que el valor de los nuestros nunca ceda ante la sombra del imperio romano."
Los días lentos se volvían eternidades y cada uno de ellos impregnaba las piedras y las almas de Numancia con la memoria de una resistencia milenaria, que sería contada más allá del frío acero y las campañas militares.
Marcelo, reunido con su estado mayor, trazaba nuevas estrategias para el cierre total. Su joven tribuno Publio Valerio, ávido de acción, urgía por incursiones y asaltos que abriesen la muralla. Pero la experiencia de Lucio Petronio lo retenía, recordaba la paciencia como virtud suprema y dictaba la voluntad de persistir, porque en esta guerra el tiempo era el aliado más poderoso y el que menos bajas romanas traía.
En esta tensa espera, Aria observaba a los más jóvenes, especialmente a Taranis, quien comenzaba a tomar la responsabilidad de ser no solo un guerrero, sino un símbolo de la continuidad y la esperanza libre. La sangre de Viriato corría por sus venas y la historia, aún inacabada, se escribía también en sus pasos.
Así, el cerco definitivo había comenzado, con cada piedra colocada y cada herida curada, con cada aliento de oración y cada grito en la batalla, la resistencia de Numancia se hacía más eterna.
☰ Capítulo VI | Bajo el hambre: ritos, fiebre y silencio.
La vida en Numancia bajo el asedio había traspasado el umbral de una batalla física para transformarse en una guerra silenciosa contra el hambre y la enfermedad. Los muros que protegían la ciudad también encerraban el miedo y la desesperanza, y el aire estaba impregnado del olor amargo de la sangre y la podredumbre. Este hedor se mezclaba con el humo acre de las fogatas eternas, donde se quemaban resinas sagradas para invocar a Endovellico, dios de la sanación y las sombras profundas, en un intento desesperado por alejar las plagas que devoraban cuerpos y almas por igual. Los habitantes, envueltos en mantos raídos teñidos con ocres ancestrales, sentían cómo cada aliento robado al viento cargaba el peso de una tradición que se negaba a extinguirse, un eco de resistencias eternas contra invasores sin rostro, donde el frío del norte ancestral mordía la piel como un recordatorio de pureza perdida.
En las calles, ahora estrechas y abarrotadas, los niños apenas encontraban espacio para moverse, sus cuerpos encogidos por la falta de alimento y su mirada perdida, apagada. Algunos, como el joven Litennon, un huérfano de ojos vivaces que Taranis había tomado bajo su ala, recolectaban raíces amargas en los rincones ocultos de la muralla, susurrando plegarias a las Matres, diosas madres de la fecundidad, para que bendijeran incluso las migajas más humildes. El chico, marcado por visiones proféticas inducidas por el hambre —imágenes de truenos retumbando como tambores lejanos, anunciando salvación—, masticaba las raíces con un regusto terroso y fibroso que irritaba la garganta, como si cada bocado invocara mensajes de ancestros de tierras heladas, donde la resistencia era tan inquebrantable como el hielo eterno. Los ancianos, que una vez fueron custodios del conocimiento y de la tradición, caminaban entre sombras, sus rostros tallados por el dolor y la resignación, con la piel reseca crujiendo como pergaminos viejos al roce del viento seco.
Los heridos, ya no solo por heridas de guerra sino por el desgaste constante, eran atendidos en un espacio llamado “El Santuario de la Vida”, un improvisado hospital donde Aria y sus discípulas mezclaban hierbas, cantaban viejos himnos y administraban ungüentos que aliviasen el cuerpo y el alma maltratados. Aria, con manos temblorosas pero firmes, realizaba rituales de purificación quemando astillas de abedul sagrado, invocando a Epona, guardiana de las almas en tránsito, para que guiara a los moribundos hacia el Más Allá sin dolor. El humo picante de las astillas llenaba el aire, irritando los ojos y la nariz mientras Aria dibujaba en los heridos antiguas runas celtíberas, símbolos de renacimiento que se sentían fríos y ásperos contra la piel febril, inspirando a los jóvenes como Taranis a persistir, recordándoles que la muerte no era el final, sino un ciclo eterno como las estaciones del norte, donde el invierno crujiente daba paso a brotes tenaces.
“El hambre no es solo un tirano del cuerpo, sino una sombra que se extiende sobre el ánimo,” pensaba Taranis, observando las caras demacradas y los ojos que ya no reflejaban luz. La fortaleza del espíritu parecía ser la última barricada contra un destino cada vez más sombrío. Esta reflexión lo llevaba a confrontar a Caleto en debates acalorados: Taranis, impulsivo y lleno de fuego juvenil, abogaba por salidas audaces para romper el cerco, mientras Caleto, con su experiencia de esclavitud, insistía en priorizar el honor espiritual, invocando a Bandua, diosa de la violencia y el combate fiero, para que cualquier acción fuera un sacrificio digno, no una imprudencia. En las noches de luna llena, Taranis y Caleto realizaban ritos conjuntos, ofreciendo sangre de un cordero a Lug, dios solar de la guerra y la artesanía —el fluido cálido y metálico goteando sobre la tierra reseca, su olor ferroso mezclándose con el humo resinoso—, buscando visiones que resolvieran su conflicto y guiaran la resistencia, con el eco de trompas talladas en hueso con forma de animales de poder, resonando como lamentos ancestrales.
El agua de los pozos, pocas veces limpia, se convertía en fuente inagotable de enfermedades. La fiebre, las diarreas, y los vómitos se propagaban rápidamente, marcando las edades y los cuerpos con la pronta fragilidad de la muerte. Los numantinos exponían algunos cadáveres a los buitres en las afueras de la muralla durante breves incursiones, un ritual celtíbero para que las aves, mensajeras de los dioses, llevaran las almas al cielo y trajeran profecías de victoria. Segomo lideraba estos actos, cantando himnos que evocaban la pureza de vientos norteños, donde los espíritus de guerreros antiguos volvían para fortalecer a los vivos, el aleteo de alas cortando el aire fétido y el graznido áspero de los buitres como oráculos en la brisa gélida.
La comunidad respondía entonces con una mezcla de ciencia ancestral y rituales sagrados. Segomo, el anciano druida, dirigía ceremonias que convocaban a los ancestros y a los dioscuros, pidiendo por la salud y la protección divina. En estos círculos, la espiritualidad se entrelazaba inseparablemente con la supervivencia. Durante los rituales bajo un roble sagrado, ahora seco y crujiente al tacto, Segomo entraba en trance inhalando humo de resinas, su aroma picante quemando las fosas nasales, suplicando truenos como señales; una tormenta repentina, con gotas frías salpicando la piel reseca, interpretada como augurio de resistencia eterna, inspiraba a Taranis a planear salidas audaces, a pesar de las dudas de Caleto.
Pero la batalla más cruel era interna. Niños que apenas habían nacido lloraban con un llanto cargado de enfermedad, madres que habían perdido a sus hijos cantaban lamentos que resonaban por las calles, y hombres y mujeres tan debilitados que la simple existencia se volvía una proeza diaria. Estas madres, reunidas en círculos matriarcales, invocaban a las Matres para proteger a los infantes, ofreciendo mechones de cabello en fuegos rituales como sacrificio por fecundidad y fuerza renovada, el crepitar de las llamas devorando los hilos ásperos, prometiendo que las almas de los niños serían guardianes eternos de la tierra celtíbera, el calor efímero del fuego permitía resisitir al frío punzante de la noche.
Viriato, siempre firme y autoritario, se mostraba preocupado pero escondía el temor tras la gran capa de la esperanza y la fe. En las pocas reuniones estratégicas, su voz se había vuelto un poco más baja, pero el fuego de la resistencia no se apagaba. Él mismo participaba en ritos de Lug, forjando amuletos solares para infundir sabiduría guerrera en los jóvenes, recordándoles que el sol nunca se extinguía del todo .
Roma, consciente del estado deteriorado de la ciudad, ajustaba sus tácticas, reduciendo la presión bélica directa para aprovechar la debilidad implantada por la prolongada escasez y las enfermedades. Los romanos, desde sus torres, observaban cómo los numantinos realizaban sus ritos, ignorando que estos actos forjaban una resistencia inquebrantable.
En medio de la desesperación creciente, se convocó una asamblea en el nemeton, donde las voces de los principales líderes, ancianos y guerreros resonaban con el peso de la historia y la incertidumbre del presente. Roma, una y otra vez, había ofrecido la opción de rendición, prometiendo clemente trato a quienes entregaran sus armas y se sometieran. Durante la asamblea, Segomo realizaba un rito de exposición: un cadáver de un guerrero caído era dejado para los buitres, y sus augurios interpretados como mensajes de los dioses, prediciendo que el aislamiento forjaría un legado eterno.
En la reunión, Viriato abrió el debate, con la voz cargada de preocupación pero también de un realismo que invitaba a la reflexión: “La destrucción es segura si perseveramos sin esperanza. Quizá la rendición sea la puerta para preservar la vida y el alma de aquellos que aún pueden abrazar la libertad en otro tiempo.” Esta propuesta avivaba el conflicto: Taranis, inspirado por la visión de la tormenta, argumentaba por una salida final, mientras Caleto invocaba a Lug para recordar la verdadera victoria espiritual.
Pero Caleto, el esclavo liberado y custodio de los secretos de Numancia, se levantó con la mirada ardiente y un tono firme que resonó por encima del silencio:
“He conocido la prisión y la libertad, y sé que ninguna cadena puede forzar el espíritu que arde en el pecho de este pueblo. No es el miedo ni el hambre lo que nos define, sino el valor inquebrantable de vivir libres o morir siendo quienes somos. No hay rendición que pueda asumirse sin insultar a los dioses y pagar el precio de tal insulto.”
La comunidad, marcada por el sacrificio y la tradición, adoptó el sentir de Caleto como estandarte, reafirmando la decisión de resistir más allá de la desesperación, dejando atrás cualquier esperanza de tregua o paz si esta implicaba la pérdida de la dignidad y la libertad.
Los romanos construían hospitales de campaña, mientras reforzaban su cerco con patrullas y controles más estrictos para impedir cualquier intento de fuga o suministro. La paciencia y la frialdad del asedio romano se convertían en armas silenciosas pero sin duda, letales.
"Aquí, entre la oscuridad de la enfermedad y la luz tenue de la esperanza, forjamos una fortaleza indestructible que la historia recordará para siempre."
La resistencia, más que heroica, era humana. Una historia de lucha no solo contra el enemigo externo, sino también contra la decadencia inminente que acechaba el espíritu de cada hombre y mujer numantina.
La noche cubría Numancia con su manto oscuro y pesado, mientras una nueva oleada de tensión sacudía a sus habitantes. La ciudad asediada no solo enfrentaba al enemigo externo, sino también la cruel adversidad del cerco romano que había cerrado toda vía de escape o suministro. En esta oscuridad, Segomo convocaba un ritual nocturno, quemando hierbas para invocar a Epona, pidiendo que guiara las almas de los caídos en salidas desesperadas, el aroma terroso llenando el aire como un bálsamo efímero contra el hedor de la muerte.
Entre los jóvenes más aguerridos, el susurro de la desesperación se transformaba en determinación y coraje. Taranis era uno de ellos, con la mirada vivaz que reflejaba la tormenta que le dió nombre, aún albergando la llama de la juventud, observaba complacido cómo los guerreros se preparaban para la que sería una de las más audaces salidas en busca de romper el bloqueo.
La estrategia se había vuelto urgente y precisa. En las sombras, un grupo de delanteros —guiados por el veterano guerrero Retógenes— estaba listo para atravesar el cinturón romano con decisividad, intentando llegar a las ciudades aliadas para solicitar refuerzos o al menos distracciones que aliviaran la presión en Numancia. Antes de partir, realizaban un rito de sangre, ofreciendo gotas a Bandua para infundir fiereza en sus corazones, un eco ancestral de guerreros invencibles, el fluido cálido pegándose a la tierra fría.
Se prepararon armaduras ligeras, armas afiladas y provisiones mínimas para evitar cargas innecesarias. Cuerdas, garfios y antorchas se distribuyeron cuidadosamente, y los jóvenes guerreros repitieron sus instrucciones con intensidad bajo la mirada solemne de Viriato, quien arengó la salida: “Este es nuestro momento, no solo para luchar por Numancia, sino para mantener vivo el fuego de nuestra libertad.” Caleto, reticente, bendecía las armas con runas de Lug, advirtiendo que la verdadera batalla era interna, con el metal resonando con un tintineo metálico en cada esquina de la mente activa de este liberto.
La ciudad respiró un silencio expectante cuando las sombras comenzaron a deslizarse entre los árboles y las casas bajas. Los centuriones romanos, confiados en la fortificación casi impenetrable, apenas detectaron el movimiento temprano. No obstante, la oscuridad y la táctica numantina - una mezcla de ataque furtivo y velocidad - desataron una tormenta breve pero salvaje. Jabalinas silbaban cortando el aire, y las lanzas golpeaban los escudos romanos con un retumbar metálico impresionante. En el caos,se sintió un trueno lejano como señal de aprobación divina.
Los romanos, sin embargo, no estuvieron desprevenidos del todo. El centurión Lucio Petronio coordinó una respuesta rápida, formando líneas defensivas para contener la fuga y levantar barreras improvisadas. Las torres de vigilancia encendieron llamas para alertar a los demás puestos y la caballería númida se lanzó para interceptar a los guerreros fugitivos.
En el fragor del combate, Taranis sintió el pulso acelerado y la adrenalina en sus venas, sintiendo a la vez el peso de la tradición y el miedo de la incertidumbre. “Si fallamos aquí, Numancia caerá,” pensaba mientras esquivaba una lanza lanzada con precisión. La incursión se resolvía trágicamente: un compañero caía, y Taranis, recordando las palabras de Caleto, realizaba un rápido rito de exposición, dejando el cuerpo para que Epona lo guiara, el viento gélido le llevaría el olor a sangre fresca.
Los combates se extendieron por largos minutos, con movimientos caóticos y bruscos choques entre hierro. Pese a la valentía y pericia, la realidad habló: pocos lograron atravesar las líneas romanas con vida. Retógenes, junto a otros seis guerreros, logró llegar río abajo a la ciudad de Lutia, llevando el mensaje de auxilio y la esperanza aún latente entre los suyos.
Pese a todo esfuerzo, la respuesta fue amarga. Las ciudades aliadas, marcadas por el temor a Roma y sus represalias, negaron mayor apoyo. Lutia, tras la presión romana, entregó a Escipión a cuatrocientos jóvenes que intentaban sumarse a la rebelión, quienes fueron cruelmente mutilados para impedir su participación. Esta traición inspiraba un ritual de lamento colectivo, donde Segomo quemaba efigies de traidores, ofreciendo las cenizas a las Matres para que juzgaran las almas desleales, el fuego crepitando con un calor que contrastaba el frío de la traición.
La noticia de esta traición fue un duro golpe para Numancia, pero no quebró su espíritu. La juventud de la ciudad, más que nunca, comprendía que la lucha debía ser hasta el final. Cada escaramuza era una declaración, un símbolo de resistencia ante la opresión.
Esta etapa de la guerra quedó marcada por la urgencia y el sacrificio. Pequeñas columnas numantinas se arrojaban a la desesperada en busca de cualquier respiro, en un juego de vida o muerte donde la sombra constante del enemigo drenaba las esperanzas.
Mientras tanto, dentro de la ciudad, los que quedaban en las murallas aguardaban, alimentando el fuego de su resistencia con historias de heroísmo, sueños de libertad y el recuerdo ardiente de cada alma caída.
"Que el valor de quienes han caído ilumine el camino de los que aún luchamos, porque Numancia no morirá sin honor."
El intento de romper el cerco fue, sin duda, un acto de desesperación, pero también de esperanza indomable. Un capítulo crucial donde la juventud de Numancia emergió al frente de una historia que trascendería los siglos.
El sol se ponía sobre Numancia como un ojo acusador, tiñendo el cielo de un rojo sangre que parecía presagiar el destino de la ciudad. El cerco romano, esa bestia insaciable de madera, hierro y hombres, se había cerrado por completo, dejando a Numancia en un estado de aislamiento absoluto. Lo que antes era un símbolo de resistencia ahora se sentía como una tumba viviente, donde cada aliento era un acto desafiante contra el inexorable avance del imperio. En este crepúsculo, Aria lideraba un rito solar a Lug, ofreciendo rayos de sol capturados en cristales para invocar su luz multifacética y romper la oscuridad del aislamiento.
Publio Cornelio Escipión Emiliano, conocido como el destructor de Cartago, había llegado a Hispania con una determinación que rayaba en la obsesión. Su reputación lo precedía: un hombre de estrategia impecable, capaz de convertir la guerra en un arte calculado. Bajo su mando, las legiones romanas habían erigido un vallum de nueve kilómetros de longitud, un muro fortificado que rodeaba completamente la ciudad. Este no era un simple bloqueo; era una obra maestra de ingeniería militar, con fosos profundos excavados en la tierra rocosa, empalizadas reforzadas con púas afiladas como colmillos de lobo, y torres de vigilancia que se erguían como gigantes centinelas, desde las cuales los arqueros romanos podían lanzar flechas incendiarias que iluminaban la noche como estrellas errantes.
El río Duero, que una vez había sido la arteria vital de Numancia, proporcionando agua fresca y una ruta para el comercio y la comunicación, ahora estaba bloqueado por represas ingeniosas y cadenas sumergidas con cuchillas. Escipión había ordenado que se colocaran troncos flotantes cubiertos de espinas, convirtiendo el río en una trampa mortal para cualquier valiente que intentara cruzarlo a nado o en balsa improvisada. No había escapatoria; el agua, que debería haber sido aliada, se había vuelto enemiga bajo el yugo romano, su flujo turbio y helado lamiendo las orillas con un murmullo traicionero.
La pérdida de aliados era el golpe más cruel. En los primeros días del asedio, Numancia había contado con promesas de apoyo de tribus vecinas, pueblos celtíberos que compartían su sangre y su odio por el invasor. Mensajeros habían salido en la oscuridad, arriesgando la vida para llevar llamadas de auxilio a ciudades como Lutia y Uxama. Pero uno a uno, esos aliados se habían desvanecido. Algunos, aterrorizados por las represalias romanas —que incluían la destrucción de aldeas enteras y la esclavitud de sus habitantes— habían optado por la neutralidad. Otros, comprados con promesas de paz y prosperidad, habían traicionado la causa entregándose a Roma. Las alianzas, forjadas en tiempos de fuerza compartida, se rompieron bajo el peso de la realidad, dejando a Numancia sola en su lucha. Esta soledad inspiraba ritos de solidaridad ancestral: Segomo realizaba incineraciones simbólicas de efigies traidoras, ofreciendo las cenizas a las Matres para que juzgaran las almas desleales.
Dentro de la ciudad, el impacto del aislamiento se sentía en cada rincón. Las calles, una vez bulliciosas con el eco de risas infantiles y el clangor de herreros, ahora estaban silenciosas, interrumpidas solo por el lamento de los heridos y el susurro de oraciones desesperadas. El hambre era un compañero constante; las reservas de grano se habían agotado hace semanas, y los habitantes recurrían a hervir cueros y raíces para sobrevivir. La enfermedad se propagaba como un incendio en la sequedad del verano, con fiebres que consumían a los débiles y diarreas que debilitaban a los fuertes, el hedor a vómito y excrementos impregnando el aire como una niebla pegajosa.
Aria, la curandera, trabajaba incansablemente en el santuario improvisado, mezclando más cánticos ancestrales que hierbas ya que eran escasas, con más esperanza que ciencia para aliviar el sufrimiento. Sus manos, callosas por años de cuidado, temblaban ahora no por fatiga, sino por la conciencia de que sus esfuerzos eran como gotas en un desierto. Segomo, el druida, realizaba rituales bajo la luna, invocando la sabiduría de los dioses para que concedieran fuerza, pero incluso él sentía el peso de la duda en su corazón, el frío lunar calando sus huesos como un presagio.
Taranis, subido a una de las torres de vigilancia, dejaba que el viento frío de la noche azotara su rostro. Recordaba las noches de su infancia, cuando el mundo parecía infinito y la libertad un derecho inalienable. Ahora, el horizonte estaba delimitado por las siluetas de los campamentos romanos, y cada estrella en el cielo parecía un ojo acusador. "Padre, ¿cómo mantendremos la llama viva cuando todo parece extinguirse?" murmuraba sin obtener respuesta ni de su padre ni de los cielos.
En el corazón de Numancia, el consejo se reunía en el nemeton, el claro sagrado rodeado de robles antiguos que habían presenciado generaciones de celtíberos. Viriato, con la voz grave y el porte de un guerrero legendario, hablaba de la necesidad de unidad. "Hemos perdido aliados, pero no hemos perdido nuestro honor. Roma puede rodearnos con muros, pero no puede encarcelar nuestro espíritu. Debemos prepararnos para lo que venga, ya sea la batalla final o un milagro de los dioses."
Caleto, el esclavo liberado que había conocido las cadenas romanas, se levantó una vez más: "Yo he sentido el yugo de Roma en mi cuello. No hay libertad en la rendición, solo una muerte lenta del alma. Prefiero caer luchando, con la espada en la mano, que vivir arrodillado ante el invasor. Numancia no es solo tierra; es el latido de nuestra gente, el eco de nuestros ancestros. Resistiremos, y nuestra historia será un grito que resuene en los siglos."
Las palabras de Caleto encendieron un murmullo de aprobación entre los presentes, un recordatorio de que, a pesar del aislamiento, el vínculo entre ellos era indestructible. Aria añadió su voz, hablando de la curación no solo del cuerpo, sino del espíritu, mientras Segomo invocaba bendiciones antiguas para fortalecer sus resoluciones, el eco de sus cantos reverberando en el aire quieto como un pulso colectivo.
Desde el lado romano, Escipión observaba con calculada frialdad. Sabía que el tiempo era su aliado; cada día que pasaba erosionaba la resistencia de los numantinos. Sus oficiales, como Lucio Petronio y Publio Valerio, ejecutaban órdenes con precisión, asegurando que el cerco fuera inquebrantable. La maquinaria de guerra romana, con sus catapultas y balistas, lanzaba un mensaje claro: la rendición o la destrucción, el silbido de proyectiles cortando el viento como amenazas constantes.
Pero en Numancia, la desesperación se transformaba en una forma de coraje sublime. Los habitantes compartían historias de sus antepasados, cantaban himnos a los dioses y preparaban sus almas para lo que vendría. El aislamiento había forjado una unidad férrea, un lazo que Roma no podía romper con fuerza bruta, el roce de manos unidas en círculos rituales transmitiendo un calor contra el frío del destino.
La noche caía sobre la ciudad, y con ella, un silencio pesado. Sin embargo, en ese silencio, se gestaba algo mayor: un legado de resistencia que trascendería la derrota. Numancia no caería en vano; su sacrificio sería la semilla de rebeliones futuras, un testimonio eterno de la lucha por la libertad.
"En la oscuridad del cerco, la luz de nuestra voluntad brilla más fuerte. Que los dioses nos guíen, y que nuestra historia inspire a los que vendrán."
☰ Capítulo VII | Noches de salida: la juventud arde.
El asedio, que se había prolongado durante tantos meses, comenzaba a mostrar su cara más cruel y despiadada. La esperanza de una liberación pronta o de un auxilio exterior se desvanecía con cada día que pasaba. En el interior de Numancia, la realidad era cada vez más insoportable: la escasez de alimentos se agudizaba, el hambre se transformaba en una sombra voraz que minaba fuerzas y moral por igual. El regusto metálico de la sed persistía en las gargantas secas, mientras el viento traía ecos lejanos de catapultas romanas, un recordatorio constante del cerco que apretaba como una garra invisible. Los habitantes sentían el peso de cada hora, con el sol quemando la piel durante el día y el frío nocturnal calando hasta los huesos, como si la tierra misma conspirara contra su resistencia.
Las reservas de comida se habían reducido casi a nada. Se contaban las últimas provisiones con suma precisión; corderos, granos, haces de hierba, raíces amargas y algunas piezas de caza que se podían conseguir con las fuerzas que aún resistían. Sin embargo, todo era insuficiente para alimentar a una población que ya se había visto diezmada no solo por la guerra, sino también por las enfermedades que proliferaban dentro de la ciudad amurallada. Los guerreros, con estómagos rugiendo como bestias enjauladas, compartían bocados escasos alrededor de fogatas crepitantes, donde el humo picante de hierbas secas se mezclaba con el hedor dulzón de cuerpos sin lavar. En una de estas reuniones, un joven llamado Aelius, capturado en una escaramuza anterior y ahora entre los numantinos, compartía relatos de su aldea lejana, tejiendo lazos inesperados que fortalecían la determinación colectiva, su voz ronca cortando el silencio como un cuchillo romo.
El olor penetrante de los cuerpos en descomposición, mezclado con el humo de las fogatas destinadas a cocinar lo poco que quedaba, impregnaba cada calle, cada rincón. La desesperación mutaba en una mezcla de miedo y resignación. Los niños flacos correteaban con los ojos hundidos, y los ancianos, que antaño eran consejeros y guardianes de la tradición, ahora vagaban en silencio, como sombras de un tiempo que se desvanecía. El tacto áspero de la tierra seca bajo los pies descalzos recordaba la aridez de la tierra, mientras lamentos ahogados resonaban en las chozas, un coro irregular que se fundía con el aullido ocasional de perros hambrientos. Aria, al atender a un anciano con fiebre, sentía el calor febril de su piel contra sus palmas, un contraste abrasador con el frío que se colaba por las grietas de las paredes.
En las calles, las mujeres y hombres se organizaban en grupos para racionar el poco alimento que quedaba y para cuidar a los enfermos. Muchos caían víctimas de enfermedades como la fiebre tifoidea, las infecciones respiratorias y disentería, provocadas por el agua contaminada y la falta de higiene. La curandera Aria y sus discípulas trabajaban sin descanso con los mínimos recursos, usando remedios ancestrales y cantos sagrados para aliviar un sufrimiento que parecía interminable. El sabor agrio de infusiones de corteza hervida era lo único que mitigaba el dolor, mientras el sonido de toses secas y jadeos llenaba el aire, un ritmo macabro que marcaba el paso de las horas.
El ánimo de la comunidad gravitaba entre la esperanza que resistía y la realidad cruel que aplastaba. La fortaleza espiritual de algunos, como el anciano druida Segomo, quien dirigía ritos y bendiciones bajo la luna, contrastaba con la impotencia que se sentía en el resto. Segomo hablaba de la conexión con los ancestros y la naturaleza, predicando que, aunque la carne pudiera sucumbir, el espíritu y la memoria permanecerían eternos. Su voz, grave y resonante, se elevaba durante las ceremonias, acompañada del crujido de ramas quemadas y el aroma terroso de ofrendas enterradas, invocando fuerzas antiguas para infundir vigor en los agotados. En uno de estos ritos, un guerrero herido, al borde del delirium, compartía una visión de aliados lejanos que nunca llegaron, un sueño que se disipaba con el amanecer, dejando solo el regusto amargo de la decepción.
La tensión se palpaba en cada reunión del consejo y en cada conversación susurrada en la penumbra. La opinión pública se encontraba dividida: una parte consideraba la rendición como la única salida posible para salvar al menos las vidas de los últimos defensores y civiles; otros, liderados por Caleto, el esclavo liberado, preferían la muerte antes que la humillación y la esclavitud. El roce de manos temblorosas en estas discusiones transmitía la urgencia, mientras el olor a sudor rancio y miedo impregnaba el aire confinado del nemeton. Caleto, con cicatrices que ardían al tacto bajo su túnica, argumentaba con pasión, su aliento cálido y entrecortado cortando el frío de la duda.
“La rendición es la muerte del alma,” proclamaba Caleto ante sus seguidores. “Prefiero caer con la espada en la mano, manteniendo la dignidad que nos heredaron los dioses y nuestros ancestros. No permitiremos que Roma nos robe más que la vida.”
La división interna no impedía que, a diario, se planearan con sigilo pequeñas escaramuzas para intentar romper el cerco o conseguir víveres. Guerreros jóvenes, con una mezcla de valentía y desesperación, se ofrecían voluntarios para infiltrarse en la noche y buscar cualquier ayuda o alimento en las aldeas vecinas o ciudades aliadas. Pero la mayoría de esas misiones terminaban en fracaso, y el temor a represalias romanas contra sus amigos y familiares fuera de las murallas, crecía. El sonido de pasos sigilosos sobre la tierra húmeda, el roce de hojas secas y el latido acelerado de corazones marcaban estas salidas, donde el frío de la noche se clavaba como dagas en la piel expuesta. En una de estas, un grupo liderado por un amigo de Taranis regresaba con heridas supurantes, el sabor a sangre propia en la boca como un amargo trofeo de su fracaso.
Desde las torres de vigilancia, Taranis observaba los movimientos enemigos con la mirada fija y el puño apretado. Pese a la juventud que aún mantenía, sus ojos reflejaban el peso de la responsabilidad y el aguante forjado por la adversidad. Cada noche, sus pensamientos se dirigían a su padre Viriato y a los viejos relatos que le hablaban de libertad y honor, esos mismos que ahora necesitaban sostener en el alma para seguir resistiendo. El viento gélido azotaba su rostro, trayendo ecos distantes de patrullas romanas, mientras el tacto helado de la piedra bajo sus manos anclaba su determinación. Su vigilia se interrumpía por breves momentos de oración, donde el aroma a tierra mojada se mezclaba con sus susurros a los dioses.
Los romanos, por su parte, mostraban una disciplina férrea. Bajo el mando de Escipión Emiliano, las tropas mantenían un cerco inflexible, conscientes de que la paciencia y el desgaste eran sus mejores armas. Se habían establecido turnos constantes de vigilancia y patrullas para evitar cualquier fuga o intento de resistencia significativa. El crujido de botas sobre el suelo pedregoso y el clangor de armaduras resonaban en la distancia, un ritmo constante que erosionaba la moral numantina. Escipión, en su tienda, sentía el peso de la estrategia, el aroma a cuero engrasado y vino agrio acompañando sus reflexiones sobre estos bárbaros tenaces.
Escipión, sabio estratega y frío líder, era el rostro de la inexorable realidad para los numantinos. La crueldad calculada con la que administraba la presión hacía temblar no solo a los guerreros sino también a la población civil. No existía tregua ni descanso en el campamento romano, y los ecos de las catapultas y las construcciones militares resonaban día y noche. El silbido de proyectiles y el impacto sordo contra las murallas añadían un terror auditivo constante, mientras el polvo levantado irritaba ojos y gargantas. Desde su punto de vista privilegiado, Escipión admiraba en secreto la resiliencia de estos celtíberos, preguntándose cómo un pueblo tan primitivo podía resistir tanto, su mente calculando cada movimiento como un tablero de ludus.
Las noches eran especialmente duras. Un silencio sepulcral envolvía Numancia, solo roto por los llantos o por los cánticos silenciosos de los druidas y sacerdotes, que seguían implorando a los dioses protección y fortaleza para sus hermanos que podría haber sonado así :
Oh Lug, luz que alumbra el campo y el hierro,
madre de astucia y de fuego eterno,
concede fuerza al brazo que nos defiende,
guía los pensamientos de nuestros guerreros.
Taranis, trueno que rompe la sombra,
tu voz retumba en la cumbre y el valle,
avisa de tormentas y de victorias,
sostén el valor cuando la noche caiga.
Matres sagradas, hijas de la tierra fecunda,
proteged nuestros hogares y almas,
bendecid los campos y las esperanzas,
en vuestra llama reside la vida eterna.
Que el humo de este fuego suba a los cielos,
que las ofrendas despierten vuestra mirada,
que los espíritus de los ancestros nos guíen,
y que nuestros corazones nunca cedan.
Invocamos la fuerza de la naturaleza,
la sabiduría antigua, el valor sin fin,
bendecid a Numancia, ciudad invencible,
hasta que el sol retorne en el nuevo día.
El tiempo parecía dilatarse y comprimirse a la vez, mientras la desesperación se apoderaba lentamente de cada cuerpo y mente. La ciudad que un día fue símbolo de libertad y fuerza, parecía ahora una sombra dolorosa de su antiguo esplendor. El crujido de huesos al moverse, el sabor salado de lágrimas contenidas y el tacto pegajoso de heridas sin curar marcaban cada instante. En este abismo, un druida menor, inspirado por Segomo, organizaba vigilias donde se compartían visiones, tejiendo un tapiz de esperanza frágil.
La comunidad de Numancia, aunque desgastada y dividida, no había perdido el alma. La lucha no era solo contra un ejército invasor, sino contra la inevitable llegada de la muerte y el olvido. Cada instante se convertía en un testimonio silencioso de resistencia y dignidad, en un grito que trascenderiría en el tiempo mucho más allá de las ruinas de aquella ciudad. El eco de cantos antiguos reverberaba en las murallas, un sonido que se fundía con el viento, transportando promesas de memoria imperecedera. Desde el campamento romano, un legionario como Publio Valerio reflexionaba en su diario: "Estos bárbaros luchan con una ferocidad que nos obliga a cuestionar nuestra propia determinación; su espíritu parece forjado en fuegos que no conocemos."
"Que la tierra que pisamos recuerde nuestra lucha y que los dioses bendigan nuestro sacrificio,"murmuraba Taranis, mientras miraba hacia el horizonte turbio, donde el destino aguardaba con crudeza, pero también con la promesa eterna de memoria y honor.
La noche cubría Numancia como un sudario. Las llamas de las hogueras vacilaban en los patios. Sobre las murallas, sentinelas exhaustos oteaban la oscuridad, buscando signos del enemigo —o quizás de esperanza—. El viento traía el eco apagado de los dioses y el rumor de la sangre derramada. El frío se colaba por las grietas, erizando la piel y haciendo tiritar los cuerpos debilitados, mientras el olor a humo y desesperación llenaba los pulmones. Un grupo de mujeres, lideradas por una discípula de Aria, realizaba un círculo de velas, sus llamas titilantes proyectando sombras danzantes que evocaban espíritus guardianes.
En el centro de la ciudad, un grupo de jóvenes liderados por Taranis afilaba armas silenciosamente. El hambre, la fatiga y la pérdida no habían roto su voluntad. La juventud ardía más que el miedo. Allí nacía el impulso ancestral de la resistencia. El roce del metal contra la piedra producía un chirrido agudo, un sonido que se mezclaba con susurros de juramentos, el sabor metálico de la determinación en la boca. Uno de ellos, un muchacho llamado Brennus, compartía un amuleto familiar, su superficie lisa y fría como talismán contra el pavor inminente.
—Esta noche, no vamos a morir encerrados como presas—susurró Taranis, empuñando una lanza desgastada—. Si hemos de caer, que sea luchando, bajo la luna y el aullido de nuestros ancestros.
Nadie respondió, pero todos asintieron. Saltaron por la poterna, arrastrándose entre piedras y raíces, fundiéndose en la noche. Un relámpago de acero y coraje atravesó el cerco romano. Se oyeron gritos, el chocar del hierro, y el estremecedor estampido de un cuerno de guerra. El impacto de botas en el barro húmedo, el silbido de flechas cortando el aire gélido y el calor repentino de la sangre derramada marcaban el caos.
En la oscuridad, la lucha fue brutal. Un muchacho cayó, pero logró repeler con una antorcha el ataque de un legionarius. Otro, sangrando, rescató a su compañero herido entre el fragor de las espadas. Ninguno dudó: en cada brazada, empuje de lanza o salto, iba la vida de todos. El sabor salado del sudor mezclado con tierra llenaba sus bocas, mientras el tacto pegajoso de heridas abiertas recordaba el costo de cada paso. Un romano, Publio Valerio, declararía "Estos celtíberos pelean como demonios; su coraje me hace cuestionar si nuestra victoria valdrá el precio en sangre romana."
Dentro de la ciudad, los corazones palpitaban sincronizados con la batalla. Desde una ventana, la curandera Aria observaba la columna de humo y susurraba al viento una oración. Por unos segundos, el silencio se volvió abismo. El aroma a madera quemada se extendía, picante y reconfortante, mientras el eco distante de choques metálicos vibraba en el pecho de los que esperaban. Una anciana, aferrando un amuleto áspero, rezaba por el regreso, su voz quebrada fundiéndose con el viento.
—Que la tierra no olvide a los valientes—rezó con la voz trémula pero firme—. Que el sacrificio de esta noche inspire siglos de recuerdo y orgullo.
Muy cerca, Ancianos y niños vivían la espera como filo. Algunos cerraban los ojos, imaginando el regreso de sus hermanos. Otros, amarraban amuletos, murmurando palabras heredadas para la protección. El miedo era real, pero más aún el deseo de honrar a los que peleaban. El tacto frío de los amuletos contra la piel caliente por la ansiedad anclaba su fe, mientras lamentos suaves se entretejían con el crepitar de hogueras lejanas. Un niño, acurrucado, sentía el pulso acelerado de su madre, un ritmo que hablaba de pérdidas pasadas y esperanzas frágiles.
Las horas pasaron lentas, densas. Al amanecer, Taranis regresó, cubierto de barro y sangre, pero con la cabeza en alto. Traía consigo parte del botín: comida robada de campamentos enemigos, cortas lanzas y, sobre todo, la mirada ardiente de quien ha probado la frontera entre la vida y la muerte. El sabor dulzón de frutos capturados contrastaba con el amargo de la victoria pírrica, mientras el sol naciente calentaba su piel entumecida.
—No hemos vencido a Roma, pero esta noche ellos han sentido qué es ser numantino— dijo, y a su alrededor resonó un suspiro de alivio y de orgullo.
Los heridos ocuparon el santuario de Aria, quien con manos sabias y pulso firme cerró sus heridas con ungüentos y palabras antiguas. Cada cicatriz nueva era un testigo del valor. En el clarear del día, la ciudad vibró de una esperanza frágil y renovada. El tacto pegajoso de vendas empapadas en sangre y hierbas, el olor medicinal que impregnaba el aire, y el sonido de gemidos ahogados marcaban la curación. Una discípula de Aria, con lágrimas saladas en las mejillas, atendía a un herido que susurraba promesas de venganza.
La división interna menguó. El ejemplo había contagiado fuerza y decisión. Incluso aquellos que temían el final, encontraron sentido en testimonios de coraje tangible, en los ojos relucientes de los jóvenes y en cada canto que subía hacia los dioses. El eco de voces unidas en himnos, el calor compartido de cuerpos apiñados y el sabor de raciones repartidas renovaban el vínculo. Un anciano, con voz cascada, declaraba que Roma jamás apagaría su fuego interior.
—Roma puede cercar nuestras paredes —declaró un anciano—, pero jamás el fuego de nuestra sangre.
Así, cada jornada de escasez y furia era un nuevo relato escrito en la piel y el alma de Numancia. Más allá de la opresión, más allá del silencio hambriento, la ciudad seguía latiendo. El pulso colectivo, acelerado por el miedo y el valor, resonaba en cada pecho, un ritmo que desafiaba el cerco con la tenacidad de raíces profundas. Desde lel campamento Romano, Escipión anotaba en su mente: "Su resistencia nos enseña que la victoria no es solo en el campo, sino en quebrar espíritus; estos celtíberos nos obligan a ser mejores estrategas."
Capítulo VIII | Roma habla: águilas, clemencia y dudas.
En el vasto campamento romano que rodeaba Numancia, el aire estaba cargado de un olor mezcla de humo de leña, sudor de hombres y el metálico hedor del hierro forjado. Las legiones, bajo el mando inquebrantable de Publio Cornelio Escipión Emiliano, habían transformado el paisaje en una fortaleza viva, donde el crujido constante de hachas talando árboles y el martilleo de clavos en empalizadas resonaban como un pulso incesante. Escipión, un hombre de porte erguido y mirada calculadora, paseaba entre las tiendas, su capa roja ondeando al viento seco de la meseta, consciente de que esta campaña no era solo una conquista, sino una prueba para el Senado y para su propio legado. El sol del atardecer teñía el vallum de tonos ocres, y el polvo levantado por las patrullas irritaba los ojos, recordando a cada soldado que esta tierra hostil no se rendiría fácilmente. Desde Roma, las expectativas eran altas: cartas del Senado llegaban con sellos de cera impresos con el águila imperial, urgiendo una victoria rápida para evitar más vergüenzas en Hispania.
Escipión convocó a sus oficiales principales en su tienda principal, un espacio amplio iluminado por lámparas de aceite que proyectaban sombras danzantes sobre mapas desplegados. El aroma a vino agrio y pan horneado se mezclaba con el de pergaminos frescos, mientras Lucio Petronio, el centurión veterano con cicatrices que narraban batallas pasadas, y Publio Valerio, el joven tribuno ambicioso con ojos ávidos de gloria, tomaban asiento. El tacto áspero de los mapas bajo sus dedos detallaba el cerco: nueve kilómetros de murallas, fosos profundos como tumbas y torres que se erguían como dedos acusadores hacia el cielo. "Hermanos en armas," comenzó Escipión, su voz resonando con la autoridad de quien había destruido Cartago, "el Senado nos observa. He recibido una misiva de Quinto Metelo: exigen que ofrezcamos a estos bárbaros una salida honrosa, no por misericordia, sino por pragmatismo. Roma no gana nada con un baño de sangre innecesario; mejor integrarlos como ciudadanos que aniquilarlos como enemigos."
La carta del Senado, desplegada sobre la mesa, estaba escrita en un latín preciso, con tinta negra que contrastaba con el pergamino amarillento. Detallaba instrucciones claras: proponer a los numantinos la rendición con condiciones generosas. Abandonar sus ritos "primitivos" —esas invocaciones a dioses salvajes que involucraban exposiciones de cadáveres y ofrendas de sangre— y aceptar la pax romana. A cambio, se les ofrecería ciudadanía, tierras en provincias más pacíficas y la protección del águila. El sello del Senado, presionado con fuerza, dejaba una huella profunda, como si el peso de Roma se imprimiera en cada palabra. Petronio, frotándose la barba áspera, murmuró: "General, estos celtíberos luchan como demonios poseídos. He visto sus rituales desde las torres: cantan a la luna, exponen sus muertos a los buitres. ¿Cómo convencerlos de que nuestra civilización es superior cuando prefieren la muerte a la sumisión?" Su voz, ronca por años de gritos en batalla, llevaba un matiz de duda, el eco de noches en que el aullido de los numantinos le había helado la sangre.
Valerio, más joven y ardiente, intervino con pasión, su aliento cálido cortando el aire viciado de la tienda. "Ofrezcámosles honor, general. En Cartago, usted demostró que la clemencia fortalece el imperio. Una carta oficial, firmada por usted, podría romper su espíritu. Dígales que Roma valora su valor, pero que sus dioses paganos no los salvarán; Júpiter y Marte prevalecen. Convertirlos en ciudadanos romanos a pleno derecho: tributos ligeros, derechos en el foro, incluso puestos en legiones auxiliares. Abandonen sus ritos bárbaros, y ganarán el mundo." El tribuno golpeó la mesa con el puño, el sonido sordo reverberando como un tambor de guerra, mientras el aroma a cera derretida de las lámparas llenaba el espacio. Escipión asintió, recordando su propia carta al Senado semanas atrás: "Estos numantinos resisten con una ferocidad que admira y desconcierta. No son salvajes sin mente; su lealtad a tradiciones ancestrales los hace formidables. Pero el hambre los quebrará, y nuestra oferta los dividirá."
Mientras los oficiales debatían, en las líneas romanas, la rutina diaria revelaba las dudas crecientes entre los legionarios. El asedio era brutal: turnos interminables bajo el sol abrasador, donde el sudor se pegaba a la piel como una segunda capa, y noches frías donde el viento aullaba como espíritus enfurecidos. Un legionario llamado Marcus, un veterano de campañas en África, escribía una carta a su familia en Roma, su pluma rasgando el pergamino con trazos irregulares. "Querida esposa, este cerco a Numancia me pesa en el alma. Construimos muros que parecen interminables, el martillo golpeando clavos hasta que las manos sangran, el polvo ahogando la garganta. Estos celtíberos no ceden; los vemos desde las torres, delgados como sombras, pero sus ojos arden con un fuego que envidio. Escipión habla de salida honrosa, de hacerlos romanos, pero ¿y si rechazan? ¿Somos civilizadores o verdugos? El Senado exige victoria, pero cada día veo hermanos caer por flechas furtivas, y me pregunto si esta tierra maldita vale la sangre." El sello de cera, caliente al tacto, cerraba la misiva, cargando el aroma a humo y preocupación. Marcus no era el único; en barracones atestados, donde el olor a cuero engrasado y pan rancio impregnaba el aire, legionarios susurraban dudas: "¿Por qué no asaltamos? Este hambre los tortura, pero también nos desgasta a nosotros."
Escipión, consciente de estas murmuraciones, redactó la oferta oficial esa misma noche. La carta, destinada a los líderes numantinos, fue escrita en latín simple, con una traducción al dialecto local por un intérprete celtíbero capturado. "A los valientes de Numancia: Roma admira vuestra tenacidad, pero la resistencia prolongada solo trae destrucción. Rendíos con honor: abandonad vuestros ritos salvajes, esos que os atan a dioses caprichosos, y abrazad la ciudadanía romana. Seréis plenos miembros del imperio, con derechos a tierra, comercio y protección bajo nuestras águilas. Vuestros jóvenes servirán en legiones, ganando gloria y riqueza. No os ofrecemos cadenas, sino un lugar en el mundo que construimos. Escipión Emiliano, cónsul de Roma." El mensajero, cabalgando bajo la luna, sentía el peso de la misiva en su bolsa, el cuero crujiendo con cada trote, mientras el viento llevando ecos de cantos numantinos lejanos. Al entregarla en una tregua breve, el oficial romano reflexionaba: "Estos bárbaros rechazarán, pero nuestra lógica es irrefutable; Roma no conquista solo con espadas, sino con promesas de civilización."
La respuesta de Numancia fue un silencio ensordecedor, seguido de salidas desesperadas que los romanos repelían con eficiencia. Petronio, en una patrulla nocturna, sentía el frío de la armadura contra su piel y el peso de su gladio. "General, estos hombres luchan por algo más que tierra; es su alma lo que defienden. He visto sus rituales: exponen muertos a aves, cantan a la noche. Nuestra oferta les parece traición a sus dioses." Escipión, en su tienda, respondía con frialdad calculada: "Entonces, que el hambre les enseñe. Roma no es brutal sin razón; ofrecemos integración, no aniquilación. Pero si eligen la muerte, que sea su elección." El aroma a aceite de lámparas y vino especiado llenaba el espacio, mientras el sonido de guardias cambiando turnos recordaba la maquinaria imparable del imperio. Un legionario anónimo, en una carta no enviada, escribía: "Lucho por Roma, pero este asedio me hace dudar; ¿somos liberadores o verdugos de un pueblo que prefiere morir libre?"
Las dudas se extendían como una plaga sutil. Valerio, ambicioso pero reflexivo, debatía con Petronio bajo las estrellas. "Piensa en Cartago: destruimos para construir. Aquí, si les damos ciudadanía, abandonan sus ritos paganos —esos sacrificios sangrientos y augurios de aves— y se convierten en romanos. Es progreso, no brutalidad." Petronio, frotando una cicatriz antigua, replicaba: "Progreso para nosotros, pero para ellos es el fin de su mundo. He oído sus cantos; resuenan en mi cabeza como lamentos de condenados." El frío nocturno calaba sus capas, y el crujido de fuegos lejanos en Numancia añadía un contrapunto espectral. Escipión, al leer informes del Senado alabando su paciencia, sentía el peso: "El imperio crece con victorias, pero ¿a qué costo? Estos numantinos nos obligan a mirarnos en el espejo de nuestra propia crueldad."
A medida que los días se alargaban, las cartas entre el campamento y Roma se intensificaban. Una misiva del Senado, llegada con un mensajero exhausto cuyo caballo jadeaba vapor en el aire frío, urgía: "Ofrece más: tierras fértiles en Italia, exención de tributos por una generación. Haz que vean la grandeza romana, no solo su espada." Escipión respondía: "Lo intentamos, pero rechazan. Su lealtad a tradiciones bárbaras es inquebrantable. El cerco funciona; el hambre los doblegará pronto." El sello imperial, presionado con fuerza, dejaba una marca profunda, como el impacto de esta guerra en el alma romana. Un legionario, Marcus, en primera persona: "Escribo esto oculto; veo niños numantinos en las murallas, delgados como juncos. Nuestra oferta es generosa, pero ¿por qué no ceden? Roma les da un futuro, pero eligen la muerte. Esto me carcome, como el frío que no abandona mis huesos."
En el corazón del campamento, la lógica romana prevalecía: el imperio no era un tirano, sino un civilizador. Escipión reflexionaba en soledad, el tacto de su anillo consular recordándole su linaje. "Estos celtíberos son valientes, pero primitivos. Abandonen sus dioses caprichosos, únanse a nosotros, y prosperarán. La brutalidad del asedio es su elección, no la nuestra." El sonido de trompas anunciando el cambio de guardia, el aroma a pan fresco de las cocinas y el calor de braseros contrastaban con la miseria al otro lado del vallum.
Las dudas de los legionarios crecían con cada salida numantina repelida. Petronio, tras una escaramuza donde vio un joven celtíbero caer con dignidad, confesaba: "Luchan por honor, no por botín. Nuestra oferta les parece veneno. ¿Somos civilizadores o conquistadores ciegos?" Escipión, firme, replicaba: "Somos Roma. Ofrecemos ciudadanía, no esclavitud. Si rechazan, que los dioses juzguen." El peso de la armadura, el sabor a polvo en la boca y el eco de lamentos distantes humanizaban a estos soldados, revelando que incluso el imperio sangraba dudas. Una carta final al Senado: "Numancia caerá, pero su espíritu perdurará. Recomiendo clemencia para los supervivientes; haganlos romanos, y fortalecerán el imperio."
☰ Capítulo IX | Consejo en el nemeton: la savia nueva.
El alba encontraba a los jefes y ancianos reunidos bajo el nemeton, el claro sagrado del bosque. Allí, la palabra pesaba como el hierro y la memoria se trenzaba con la esperanza. Segomo, el druida, y Viriato, el caudillo, escuchaban las dudas y anhelos de su pueblo, a la vez que miraban el horizonte plagado de humo romano. El aroma a resina quemada flotaba en el aire fresco del amanecer, mientras el rocío mojaba la hierba bajo sus pies, un tacto frío que recordaba la vulnerabilidad de la carne ante el paso inexorable del tiempo. Segomo, sentía el peso de las estrellas que se desvanecían, susurrando profecías en el viento que agitaba las hojas de los robles antiguos, testigos mudos de generaciones pasadas.
—Hijos de la bruma y de la piedra —proclamó Segomo—, cada día resistido es un testimonio para los dioses y los siglos. Que nadie crea que el enemigo es solo la espada; también lo es el tiempo y la tentación de olvidar nuestra raíz.
Frente al consejo, Aria alzó la voz, con el pulso sereno de quien ha visto muchas lunas de fuego y hielo:
—El dolor une, pero también divide. Hay quienes buscan el alivio inmediato; otros, mantendremos el rito, el relato, la esperanza... Su mano temblaba ligeramente al tocar un amuleto de hueso tallado, su superficie lisa y fría evocando curaciones pasadas, mientras el humo de una ofrenda cercana picaba en los ojos, un recordatorio ardiente de sacrificios ofrecidos a Epona para guiar almas perdidas. El grupo se veía como un tapiz vivo: ancianos con piel arrugada como corteza vieja, jóvenes con músculos tensos por la fatiga, todos unidos por el crujido de ramas bajo sus pies y el eco distante de catapultas romanas.
Mientras tanto, más allá de las murallas, Roma imponía su propio ritual: el de la construcción y la paciencia estratégica. Publio Cornelio Escipión había desplegado sus ingenieros como una plaga metódica. Sobre el anillo de colinas se extendía ahora un cerco monumental de piedra y madera. El martilleo incesante de clavos en troncos resonaba como un pulso metálico, mientras el olor a madera fresca cortada y sudor de obreros impregnaba el aire, un contraste áspero con el polvo que se levantaba y se pegaba a la piel como una segunda capa. Yo, un legionario en las filas, sentía el peso de la pala en mis manos callosas, cuestionando si esta muralla interminable era victoria o mera obsesión, mientras observaba cómo Escipión, con mapas desplegados, calculaba cada estaca como un movimiento en un tablero divino.
Más de nueve kilómetros de vallum rodeaban Numancia, reforzados con torres de vigilancia cada veinticuatro exactos y medidos metros, murallas sólidas y cortinas de troncos erizados de hierro.
Cerca de 36.000 estacas, transportadas por veinte mil hombres, formaron una barrera inquebrantable que, sumada al foso, cercó la ciudad como un puño de acero romano.
El Duero y sus afluentes seguían bloqueados con cadenas, maderos y cuchillas para impedir cualquier fuga. El agua, turbia y fría al tacto, chapoteaba contra las barreras, alojando un murmullo traicionero que ahogaba esperanzas de escape, mientras el sabor salobre de gotas salpicadas recordaba la proximidad del río negado. Desde la vista de un ingeniero romano, el cerco era una sinfonía de precisión, pero se captaba el agotamiento en los rostros, el roce áspero de cuerdas tensas y el eco de órdenes gritadas en latín crudo.
La materia prima era arrancada sin piedad de los bosques sagrados, de viejas ruinas y de la tierra misma. Los ejércitos aliados de Roma —lusitanos, vettones, turdetanos— aportaban herramientas, peones y vigías. Cada campamento romano, como el de Peña Redonda o Castillejo, era una fortaleza avanzada con almacenes de grano, cocina exterior, hornos de pan, forjas y espacios para miles de soldados. El aroma a pan horneado y carne asada tentaba desde lejos, un contraste cruel con el hambre al otro lado, mientras el clangor de forjas y el calor de braseros forjaban no solo armas, sino la voluntad inquebrantable del imperio. Yo, un auxiliar lusitano, sentía la ironía de luchar contra hermanos de sangre, mi lanza pesada en manos sudorosas, mientras intuía cómo estos aliados dudaban en silencio, sus susurros perdidos en el viento.
El ritual de la guerra era tan minucioso y frío como la forja de una espada. Los legionarios trabajaban sin descanso, relevándose para cavar, apilar, armar las torres, y mantener las catapultas y onagros listos para lanzar muerte o terror sobre los defensores. El impacto sordo de picos en la tierra dura, el sudor pegajoso rodando por espaldas quemadas y el grito de órdenes cortando el aire creaban un ritmo implacable. Eesta maquinaria era el pináculo de la civilización romana, pero el subconsciente capturaba las grietas: soldados exhaustos cuestionando el costo de una victoria tan prolongada.
—Mirad el ingenio y la tenacidad del enemigo —advirtió Viriato a sus cercanos—. No solo sus músculos asedian Numancia: también su ciencia y su voluntad.
Dentro de la ciudad, la espiritualidad era escudo y consuelo. Cada noche, los sabios contaban historias y recitaban linajes; los druidas ofrecían humo de resina a Lug y Taranis, y las madres invocaban a las Matres para la protección de los pequeños. El consejo debatía: ¿dónde estaba el límite entre la prudencia y la traición a las raíces? El humo espeso y dulce de las ofrendas picaba en la garganta, mientras el tacto rugoso de amuletos ancestrales anclaba las discusiones en tradiciones milenarias. Aria, sentía el pulso de la tierra bajo los pies, vibrando con cada invocación, mientras estos ritos unían generaciones, tejiendo un tapiz de resistencia que Roma no podía deshilachar.
Un anciano, encorvado pero con el brillo intacto en la mirada, pronunció:
—Nunca olvidéis que hay honor más allá de la victoria. La lucha por el recuerdo vale tanto como la batalla por la vida.
Así, la mañana se tejía de disputas, confesiones y pactos solemnes. La verdad resonaba: la guerra no era solo de cuerpos, sino también de espíritus. Y mientras Roma levantaba sus muros exteriores, seguidores y detractores, dioses y hombres, tejían —en palabras y silencio— el último bastión irreductible de Numancia: su memoria. El eco de voces elevadas en debate, el calor de cuerpos apiñados y el sabor amargo de infusiones compartidas forjaban esta memoria, un legado que perduraría más allá de las ruinas.
El relevo sucedió sin ceremonia. Bastó una mirada entre Taranis, aún joven pero endurecido, y los ojos expectantes de quienes apenas unos meses antes eran niños o aprendices. La ciudad estaba extenuada, pero algo nuevo ardía en la mirada de esa nueva generación: el ansia de actuar, de marcar su huella más allá de la derrota. El crujido de pasos apresurados sobre tierra seca y el roce de manos inexperimentadas en lanzas oxidadas señalaban este cambio, un pulso fresco contra la fatiga colectiva. Taranis, sentía el fuego en las venas, un calor que contrastaba con el frío de la duda, mientras captaba cómo esta juventud infundía vida a una causa al borde del abismo.
La realidad forzó su transformación. Niños que jugaban a la guerra entre las chozas ahora sostenían lanzas auténticas. Adolescentes que servían vino o escuchaban historias a la sombra del nemeton, hoy caminaban junto a los defensores adultos, participando en las guardias, portando mensajes, y organizando la distribución de los últimos alimentos. El sabor escaso de raciones compartidas, el tacto pegajoso de manos unidas en esfuerzo y el sonido de voces jóvenes elevándose en arengas marcaban su ascenso. Desde la vista de un niño convertido en guardián, cada tarea era una batalla ganada que revelaba cómo esta energía rejuvenecía a los elders, tejiendo puentes entre edades.
—No somos “el mañana” —dijo Litennon, el más joven de los líderes—, somos el hoy de Numancia. Aquí y ahora. Ni la esperanza ni la renuncia son exclusivas de los viejos.
Algunos, como la joven Marcia, sorprendieron a todos liderando una columna para recoger agua bajo el fuego romano, moviéndose con destreza, valentía y audacia más propias de guerreros veteranos. Otros, como Taranis, comenzaron a tomar decisiones estratégicas, aprendiendo del ejemplo de Viriato, pero sin temer corregir ni innovar ante el peligro. El silbido de flechas enemigas y el chapoteo del agua fría en cántaros improvisados acompañaban estas misiones, un riesgo palpable que forjaba su temple.
Fue entonces cuando la juventud convirtió el miedo en acción. Repararon murallas con lo que quedaba de madera y cal. Organizaron relevos para cuidar a los heridos y atendieron las ceremonias a los dioses con profunda seriedad. Inventaron recursos, inventaron espíritu, inventaron el mito de Numancia que resuena en nuestro hoy. El tacto rugoso de cuerdas tensadas en barricadas y el aroma a cal fresca mezclado con humo de ofrendas marcaban sus esfuerzos diarios.
—Los dioses no preguntan la edad a quienes luchan con todo su ser—, expresó la curandera Aria mientras imponía las manos a un joven herido—. Hoy sois la savia nueva que mantiene viva esta raíz.
La ciudad observó, primero incrédula, después orgullosa, cómo sus adolescentes y jóvenes, antes protegidos, ahora protectores, sostenían en sus hombros una historia milenaria. El eco de risas juveniles mezcladas con órdenes firmes y el calor de fogatas compartidas infundían nueva vida a las noches exhaustas.
Algunos fueron apresados por los eficientes legionarios romanos, nunca volvieron a casa.Su ausencia sirvió de acicate para las siguientes incursiones, estos jóvenes con su valor y provisiones consiguieron hacer mas amables las historias contadas en los fuegos. El vacío dejado por sus capturas se sentía en el silencio de las chozas, pero el sabor de frutos robados en misiones exitosas devolvía un atisbo de dulzura a las lenguas agrietadas. Desde el punto de una madre afligida, cada ausencia era una herida abierta, pero revelaba cómo inspiraba a otros a tomar el relevo, perpetuando el ciclo de coraje.
Si la derrota era inevitable, sería una derrota digna, escrita con coraje juvenil, memoria antigua y una voluntad imposible de enterrar. El pulso colectivo, acelerado por el miedo y el valor, resonaba en cada pecho, un ritmo que desafiaba el cerco con la tenacidad de raíces profundas, mientras el viento arrastraba promesas de un legado eterno. Yo, Viriato, veía en estos jóvenes el reflejo de mi propia juventud, mientras tejía el final: una ciudad que, en su ocaso, alumbraba un mito imperecedero. En las noches de vigilia, cuando el frío se colaba como un susurro traicionero, sentía que nuestro destino no era la sumisión, sino un acto final de libertad, un sacrificio colectivo que elevaría nuestras almas por encima de las cadenas romanas, un fuego purificador que consumiría lo que el enemigo no debía tocar. Los murmullos en el nemeton ya hablaban de ello: preferir la muerte en nuestros términos, un rito ancestral donde la sangre propia sería la última ofrenda a los dioses, preservando el honor que Roma jamás podría reclamar. Y en ese pensamiento, entretejía las sombras crecientes, preparando el alma de Numancia para un amanecer que no vería el sol, sino la eternidad de un pueblo que eligió no rendirse.
Con el paso de las lunas, la idea se extendía como un rumor sordo entre las chozas, alimentado por el hambre que roía los estómagos y el eco de lamentos que llenaba las noches. Segomo, en sus ritos bajo el roble seco, invocaba visiones de ancestros que habían elegido el fuego antes que la esclavitud, sus palabras resonando con el crujido de ramas quemadas y el aroma picante de resinas sagradas. "Los dioses no perdonan la cobardía," murmuraba, mientras el humo se elevaba como almas liberadas, y los jóvenes, con ojos ardientes, absorbían esas lecciones, sintiendo el peso de dagas ocultas en sus cintos, listas para un final que sería victoria en la derrota. Aria, curando heridas que no sanaban, susurraba a las madres que el Más Allá era un prado eterno, libre de yugos romanos, preparando sus espíritus para un adiós colectivo que honraría a las Matres con la pureza de la sangre voluntaria.
En las asambleas, las voces se alzaban como vientos tormentosos: algunos ancianos proponían rendición para salvar vidas, pero los jóvenes, liderados por Taranis, replicaban con relatos de cautiverio, donde el alma se marchitaba como hierba pisoteada. "Mejor un final en llamas que una vida en sombras," declaraba Caleto, su voz grave cortando el aire cargado de humo, mientras esta convicción se extendía, transformando el miedo en un pacto silencioso de muerte compartida. El viento trasmutaba susurros de planes: veneno en las copas, dagas en las gargantas, fuego en las chozas, un ritual masivo que negaría a Roma su trofeo vivo.
Yo, Viriato, en mis momentos de soledad, sentía el pulso de la ciudad como un corazón que latía hacia su propio fin, un sacrificio que elevaría Numancia al reino de los dioses, donde ni Escipión ni sus legiones podrían alcanzarnos. Esta resolución crecía en la oscuridad, unida por el tacto de manos entrelazadas en juramentos y el sabor amargo de la inevitabilidad, preparando el terreno para un acto que el mundo recordaría no como derrota, sino como el supremo triunfo del espíritu indomable.
Las discusiones se intensificaban al caer la noche, cuando el frío mordía la piel y el hambre arañaba las entrañas. En el nemeton, bajo la luz titilante de antorchas que proyectaban sombras danzantes como espíritus inquietos, Segomo alzaba su bastón tallado con runas antiguas, invocando a Lug para que concediera sabiduría en la hora más oscura. "Si el cerco nos obliga a elegir," decía con voz resonante, "que sea un elección que honre a nuestros antepasados, un fuego que ilumine el camino para generaciones futuras, donde la muerte sea el puente a la inmortalidad, no el fin de nuestra estirpe." Los jóvenes, sentados en círculo, sentían el calor de las llamas lamiendo sus rostros demacrados, un preludio al fuego mayor que se avecinaba, mientras madres acunaban a sus hijos con cantos suaves, preparando sus almas para un sueño eterno sin cadenas.
La tensión culminaba en visiones compartidas: Taranis, en trance inducido por el humo de resinas, veía un futuro donde la sangre de Numancia fertilizaba la tierra, germinando rebeliones contra el yugo romano. Caleto, con cicatrices que ardían al recordar su esclavitud, narraba horrores de vidas rotas en minas y arenas, convenciendo a los dubitativos de que la muerte voluntaria era el único honor restante. "Nuestra sangre no será derramada por ellos, sino por nosotros," afirmaba, su puño cerrado temblando con la fuerza de Bandua, mientras el eco de sus palabras se mezclaba con el crepitar de las llamas, un sonido que parecía aprobar el pacto inminente.
En las chozas, familias se reunían en círculos íntimos, compartiendo últimas comidas raquíticas y juramentos susurrados. Una madre, con lágrimas saladas rodando por mejillas hundidas, explicaba a su hijo el rito final: un sorbo compartido de veneno, un abrazo eterno antes del fuego. "Los dioses nos recibirán como héroes," prometía, su voz quebrada por el dolor, pero firme en la convicción de que este acto preservaría la pureza de su linaje. Estos momentos forjaban un consenso: el suicidio no era rendición, sino la suprema afirmación de libertad, un eco de tradiciones ancestrales donde la muerte voluntaria elevaba el alma al reino divino.
A medida que el cerco se apretaba, los ritos se intensificaban: ofrendas de mechones de cabello a las Matres, cantos a Epona para guiar el tránsito, y bendiciones de Segomo que preparaban el espíritu para el gran sacrificio. "Que nuestra partida sea un trueno que retumbe en la historia," proclamaba Viriato en la asamblea final, su voz resonando con el peso de un caudillo que sabía que su pueblo elegiría la inmortalidad sobre la supervivencia humillada. Esta preparación culminaba en un pacto sellado bajo la luna, donde cada numantino, joven o viejo, aceptaba el fin colectivo como el último acto de defensa, un legado que trascendería las ruinas.
"En el fin de Numancia, no hay derrota, solo el nacimiento de un pueblo eterno; que nuestra sangre sea el río que nutra la memoria de los que vendrán, un eco imperecedero de libertad indomable."
El alba del inevitable día se extendió auspicioso y sombrío a la vez. Los primeros rayos bañaron una Numancia silenciosa, sus calles desnudas y sus murallas ya no ofrecían resistencia tangible, solo ecos de batallas pasadas y un hálito eterno. Se sentía en el aire un hálito de fin del camino y renacimiento del mito. Tras meses del último asedio, exploraciones desesperadas y noches sin estrellas, Numancia, la invencible, sucumbía a la estrategia implacable y fría de Escipión Emiliano. El olor a humo residual de fuegos apagados y el silencio pesado como niebla anunciaban que el sacrificio se había consumado, con cuerpos inertes y chozas en llamas como testigos mudos de una voluntad inquebrantable.
☰ Capítulo X | El último acto: dignidad antes del yugo.
El tiempo llegó a su límite inexorable. Numerosos historiadores coinciden en que, tras un prolongado asedio y una hambre insoportable, la ciudad de Numancia decidió ofrecer un ultimátum histórico a Roma.
Más que una derrota, fue un sacrificio deliberado, una decisión colectiva para preservar la dignidad frente a la esclavitud y el sometimiento brutal que les esperaba bajo el yugo romano.
El suicidio colectivo de los habitantes de la Sagrada Numantia, encabezado por los combatientes más resistentes, se realizó con solemnidad y un profundo sentido de honor. Mujeres, hombres, ancianos y niños dispusieron su destino con valor, evitando caer como cautivos y víctimas de la degradación romana.
“Prefiero morir en libertad que vivir humillado,”
Las crónicas romanas, después adornadas con dramatismo, relatan escenas donde las llamas consumían viviendas, mujeres protegían a sus hijos con muerte antes que esclavitud y guerreros marchaban hacia la muerte mirando al frente con dignidad.
El general Escipión Emiliano tuvo acceso a la ciudad solo para encontrar los restos de una comunidad que se había elegido para sí misma la muerte antes que la humillación..
Los pocos supervivientes (capturados en incursiones anteriores a la decisión colectiva), fueron vendidos como esclavos o exhibidos como trofeos por las calles de Roma como símbolo de una victoria amarga. La memoria de Numancia se convertiría en leyenda: un canto a la libertad, la valentía y el sacrificio supremo.
Este episodio marcó para siempre la historia de Hispania y de Europa, inspirando obras literarias y culturales que aún recuerdan aquel acto extremo de rebeldía y dignidad.
Con esto en mente , prosigamos nuestro relato...