Un relato novelado basado en una carta histórica que cuenta la alianza entre tlaxcaltecas y españoles para liberar a Mesoamérica del yugo mexica, revelando una historia de libertad, traiciones y esperanza. A través de capítulos vívidos, Xicoténcatl narra la opresión bajo el Imperio Mexica, la llegada de libertadores barbados, batallas épicas y la...
La Batalla de Bailén (1808)
Sumérgete en el relato novelado de la Batalla de Bailén: maniobras, logística y el espíritu de victoria contra Napoleón desde la perspectiva de un capitán español.
Capítulo I: El despliegue y la red – Preparando el lazo en el camino real
Soy el capitán Antonio Ruiz, un oficial de infantería de línea en el Ejército de Andalucía, forjado en las campañas contra los franceses desde que estalló la insurrección en mayo. Nacido en Sevilla del fruto de la unión de un artesano de espadas toledano con una sevillana de bien. Me alisté en el regimiento a los 20 años y desde entonces he ido ascendiendo por méritos en escaramuzas menores en la Sierra Morena. He llegado hasta esta batalla tras una marcha forzada desde Granada, respondiendo a la llamada del general Castaños para unir fuerzas contra el invasor.
Mi intención es clara: defender la Patria con precisión técnica, no con bravatas, sino con la disciplina que he aprendido en años de servicio. Mi espíritu es el de un soldado pragmático, animado por el fuego de la independencia, pero templado por el cálculo: cada paso debe ser un engranaje en la máquina de la victoria, y hoy, en este camino real polvoriento, siento que mi rol es el de un ejecutor leal, listo para convertir órdenes en maniobra efectiva.
Llevo la casaca azul reglamentaria con vueltas rojas en puños y solapas, charreteras doradas que brillan bajo el sol andaluz y marcan mi rango medio –ni general ni simple soldado–, un tricornio negro con pluma blanca para protegerme del calor, y botas de cuero hasta la rodilla para el terreno irregular. Al cinto, mi sable curvo de oficial, forjado por mi propio padre en Toledo, con hoja de 80 centímetros para dirigir cargas, y una pistolera con una pieza de chispa cargada con pólvora fina; en la mochila, mapas enrollados y un catalejo plegable para observación táctica. Mi espíritu me impulsa: no busco gloria personal, sino la liberación de Andalucía, con un ánimo firme que ve en cada soldado inferior un hermano en la causa, y en superiores como Castaños la mente que guía nuestra red colectiva.
Esta necesidad espiritual de defender la independencia me consume desde que oí las noticias del 2 de Mayo en Madrid, donde el pueblo se alzó contra el yugo francés con una fe inquebrantable, gritando "¡Viva Fernando VII!" mientras resistían con lo que tuvieran a mano. Esa doctrina –la soberanía del rey legítimo y la unidad católica de España frente al tirano Bonaparte– me convenció en una misa improvisada en Granada, cuando un sacerdote nos recitó una proclama de la Junta Central que circulaba por las plazas: "Españoles, la patria os llama a defender vuestra religión, vuestro rey y vuestra libertad contra el invasor",que leída desde un púlpito polvoriento creó un convencimiento profundo, forjado en esas palabras y en charlas con camaradas que juran no dejar que España caiga; sin esta independencia, España sería una sombra, y yo, un hombre sin propósito.
Avanzo en compañía de estos hombres leales por el camino real de Andalucía, donde el sol de julio calienta el polvo que levantan las botas de mis hombres en este terreno árido y pedregoso que lo flanquea. Dirijo mi compañía, una unidad de infantería de línea del Ejército de Andalucía, bajo las órdenes directas del general Castaños –un superior astuto que coordina desde su puesto de mando con mapas extendidos y correos a caballo.
Mis soldados, con uniforme similar al mío descrito antes pero sin adornos, portan fusiles Charleville Modelo 1777 –piezas francesas capturadas y adaptadas, calibre 17,5mm, con bayoneta de socket para formaciones cerradas. Cada hombre carga una cartuchera de cuero con 60 cartuchos de pólvora negra y bola, y una mochila de lona con raciones secas: pan duro y tasajo, calculados para tres días de marcha forzada. El tasajo es una carne seca, usualmente de res, que se prepara en tiras largas y se cura con sal y especias para asegurar que llegue al frente en buen estado y nos sirva de alimento .
El general Castaños, con su visión de ajedrecista, nos ha posicionado en un lazo táctico: mi compañía forma parte de la división Reding, que avanza por el flanco derecho para cerrar el cerco sobre el camino real, mientras la división Coupigny fija el frente. "No es una batalla de fuerza bruta, sino de red bien tendida", nos dijo Castaños en el consejo de ayer, añadiendo con firmeza: "El enemigo se moverá por el eje principal; nosotros lo envolveremos con divisiones convergentes". Abajo, mi sargento López –un inferior leal de Jaén, con bigote recortado y correaje cruzado– ajusta las cureñas de nuestros cañones de 4 libras, piezas móviles de bronce sobre ruedas de madera reforzada, ideales para fuego rápido en terreno ondulado. Los artilleros, con uniformes grises y gorras de cuartel, calibran las miras con plomadas y niveles para un tiro preciso a 800 metros.
Marchamos en columna de a cuatro, con exploradores a caballo –jinetes con chaquetas cortas y lanzas de 2 metros– que barren el horizonte por señales de polvo enemigo. El calor obliga a racionar el agua de las cantimploras de cuero, pero la logística es sólida: mulas cargan munición extra en cajones sellados, y un convoy de carros nos sigue con pólvora de los arsenales de Sevilla. Siento el peso de mi propio equipo –pistola de chispa en la pistolera, mapa enrollado en el bolsillo– mientras calculo el ritmo: 5 kilómetros por hora para converger sin fatiga, ajustando por el calor para evitar el agotamiento de las mulas y los hombres.
El lazo se cierra; pronto, el camino real será nuestra trampa técnica.
Capítulo II: El fuego y la fijación – Batir el frente para abrir flancos
Al fin el enemigo surge en el horizonte, tras horas de espera bajo el sol implacable, columnas francesas con sus casacas azules y chacós emplumados, avanzando por el camino real como un río disciplinado que corta el paisaje árido. Estoy en posición con mi compañía, parapetados tras un muro bajo de piedra seca en el sector central, donde el general Castaños ha ordenado fijar al adversario.
Arriba, Castaños coordina desde un otero con catalejos y banderines de señales –su táctica es clara: "Fijar el centro con artillería y maniobrar por los flancos", como nos transmitió en el consejo de mando, inspirado en sus directrices que circulaban entre oficiales. Mi unidad, con fusiles alineados en doble fila, prepara el fuego de andanada: cada soldado carga el Charleville con varilla de hierro, vertiendo pólvora por el cañón y compactando con baqueta para un alcance efectivo de 150 metros, un ritual mecanizado que refuerza nuestra disciplina colectiva convirtiendo el sonido de cada movimiento en algo similar a una sinfonía.
El ánimo entre los hombres es palpable: un fuego interior de patriotismo templado por el cálculo, con murmullos de "¡Por Fernando VII!" que elevan el espíritu mientras ajustan sus correajes, listos para convertir el miedo en precisión.
Abajo, el cabo Morales –un inferior fornido natural de Córdoba, con polainas de cuero para el terreno polvoriento y un correaje cargado de herramientas– dirige el despliegue de nuestros cañones de 4 libras: tubos de bronce montados en afustes de roble, con cureñas que permiten giro de 45 grados para barrer el avance enemigo. Los artilleros, con rostros enrojecidos por el sol y el ánimo encendido por la causa, calculan elevación con cuñas de madera y plomadas, cargando balas sólidas de hierro fundido y sacos de metralla para dispersión; el retroceso de cada disparo sacude el suelo como un trueno controlado, con un estruendo que resuena en el valle y obliga al enemigo a dispersarse. Disparamos en secuencia técnica: primero, andanadas de fusilería para fijar, con humo de pólvora negra que nubla el aire pero no detiene nuestra cadencia de 3 tiros por minuto por hombre. Siento el retroceso del fusil contra mi hombro, el humo acre que parece morder en los ojos, el olor a azufre mientras ajusto la puntería por el alza graduada, recordando mi juramento en Granada: Siento cómo este pulso une nuestros corazones al de la Patria ya que esta fijación no es solo táctica, sino un acto de fe en la independencia que nos une, un espíritu que transforma el calor asfixiante en determinación inquebrantable, uniendo mi destino y el de mis hombres al destino de España.
La caballería ligera –jinetes con uniformes verdes y sables rectos, montados en caballos andaluces de crines trenzadas– flanquea por orden de Castaños, usando el terreno ondulado para ocultarse y cargar en ángulo, explotando las colinas para una maniobra convergente. Nuestra logística brilla en el fragor: correos a caballo llevan órdenes codificadas en papel engrasado, y un depósito móvil de munición –cajones en mulas– asegura recargas sin pausa, con pólvora fresca de mi Sevilla natal que mantiene el ritmo. El enemigo, con sus cañones Gribeauval de 8 libras (piezas más pesadas, calibre 90mm, que requieren más hombres para maniobrar), responde con fuego preciso, pero nuestra fijación técnica los obliga a desplegarse en línea, exponiendo flancos que nuestras divisiones explotarán.
Avanzo la compañía 50 metros, usando formaciones en cuadro para resistir caballería, con bayonetas caladas como una muralla de acero. El ánimo se eleva con cada andanada: los hombres, con ojos brillantes de fervor y manos firmes en las baquetas, saben que este batir del frente es el preludio de la victoria, un pulso colectivo donde el espíritu español desafía al invasor. El centro aguanta; los flancos se abren, y en mi mente resuena la proclama: defender esta tierra es defender nuestra alma.
Capítulo III: El envolvimiento y la brecha – Cerrar el cerco con precisión
El lazo se tensa ahora, con la división Reding –donde sirvo– envolviendo el flanco izquierdo enemigo por las colinas que dominan el camino real.
El general Castaños, desde su puesto elevado con ayudantes y mapas topográficos, envía órdenes por estafeta: "Envolver con infantería ligera y batir con artillería móvil", palabras que resuenan en mi mente como un eco de su visión estratégica, transmitida en los partes que corren de mano en mano entre mandos. Llevo la casaca empapada de sudor bajo el sol implacable, pero el sable en mano dirige a estos hombres en avance escalonado: formaciones en skirmish, con fusiles Charleville disparando desde cobertura natural, calibre que permite recarga rápida con cartuchos preenvasados, transformando cada tiro en un paso calculado hacia la brecha.
Abajo, el sargento López organiza los tiradores –soldados con uniformes raídos pero correajes bien ajustados, sus rostros marcados por un ánimo inquebrantable forjado en la fe de nuestra causa– para fuego de precisión a 100 metros, usando el terreno ondulado para flanquear con sigilo.
Nuestros cañones de 4 libras, remolcados por bueyes con yugos de madera, se reposicionan en batería: elevación ajustada con tornillos de mira para tiro curvo sobre las líneas enemigas, cargando con pólvora medida en sacos de 2 kilos para evitar sobrecargas, y cada disparo envía un estruendo que sacude el valle, abriendo huecos en la formación francesa. La caballería, con lanzas de fresno y pistolas de rueda, carga en oleadas controladas, explotando la brecha que nuestra artillería crea; siento el pulso de la maniobra, un ritmo que une nuestro fervor patriótico con la precisión técnica, recordando las charlas con camaradas donde juramos que esta independencia es el alma de nuestra España.
Avanzo con la compañía en línea oblicua, coordinando con señales de bandera –paños rojos y blancos para "avanzar" o "fijar"–, mientras el humo de la pólvora se mezcla con el polvo del terreno, espoleando nuestros ojos pero avivando nuestro espíritu inquebrantable. La logística sostiene el empuje: mulas traen agua en odres y munición en fardos, permitiendo cadencia sostenida sin agotar reservas, con correos que aseguran la convergencia de las divisiones.
El enemigo, con sus uniformes azules y mochilas cuadradas, intenta reformar en cuadro, pero nuestro envolvimiento técnico –flancos convergentes a 300 metros– crea la brecha: un hueco en su línea donde nuestra infantería penetra con bayonetas en ristre, un pulso colectivo que transforma el miedo francés en nuestra victoria.
Castaños lo ha calculado todo; el cerco se cierra como un engranaje bien aceitado, y en mi pecho resuena el juramento: esta brecha no es solo táctica, es el sendero hacia la libertad no solo de nuestra Patria, también de nuestras gentes.
Capítulo IV: La consolidación y el nudo – Asegurar la victoria operativa.
El cerco se consolida al atardecer, con el camino real convertido en nudo logístico bajo nuestro control. El general Castaños, cabalgando con su estado mayor en uniformes bordados y bicornios emplumados, inspecciona las posiciones: "La victoria es de la maniobra precisa, no del número", palabras que nos transmitió en un despacho reciente, eco de su cálculo magistral.
Mi compañía, exhausta pero intacta en formación, asegura el perímetro con fusiles Charleville en parapetos improvisados de tierra y piedras, bayonetas caladas para disuadir cualquier contraataque, mientras el sol poniente tiñe el valle de un rojo que parece bendecir nuestra tenacidad.
Abajo, el cabo Morales dirige la recolocación de cañones: afustes girados 180 grados para cubrir el eje enemigo, con artilleros midiendo distancias con cadenas de agrimensor para tiro exacto, sus rostros iluminados por un ánimo victorioso que transforma el cansancio en orgullo patriótico.
Nuestra caballería –jinetes con chaquetas verdes y cascos de dragón– patrulla los flancos, usando lanzas para sondear y sables para fijar, mientras el sargento López supervisa la distribución de raciones: pan de munición y vino diluido de las cantimploras, sostenidos por el convoy que Castaños ha protegido con escoltas, asegurando que cada hombre recupere fuerzas con precisión logística.
Siento el peso de la responsabilidad mientras reparto las últimas órdenes, el humo residual picando en el aire pero avivando el fuego interior que nos ha traído hasta aquí; la logística culmina la operación: correos llevan partes codificados a Madrid, y mulas transportan la munición capturada –valiosos cartuchos franceses compatibles con nuestros fusiles–.
Mientras superviso, el nudo se aprieta; el enemigo, envuelto en nuestro lazo técnico, ve cortadas sus líneas de suministro. Con el sol poniente, Castaños nos reúne: "Hemos cerrado el camino real con precisión de ingenieros". La victoria no es un estruendo, sino un engranaje que gira: flancos asegurados, brecha explotada, corredor andaluz bajo control español, un pulso que une nuestros corazones al de la patria en esta gesta de independencia.
Y entonces llega la celebración, un estallido de júbilo contenido que brota como un manantial tras la sequía del combate. Mis hombres, con rostros sucios de pólvora pero ojos brillantes de triunfo, rompen en vítores espontáneos: "¡Viva España! ¡Viva Fernando VII!", un coro que resuena por el valle mientras compartimos el vino de las cantimploras en un brindis improvisado, levantando las copas de latón hacia el cielo crepuscular,el eco de las risas roncas y el roce de manos en hombros amigos. Siento un torrente de emociones –alivio mezclado con orgullo profundo, un calor en el pecho que transforma el agotamiento en euforia colectiva–; el cabo Morales, con una sonrisa rara en su rostro fornido, pasa una bota de vino y murmura: "Por nuestra Andalucía libre del yugo francés", mientras el sargento López, con voz ronca, entona una copla popular que todos coreamos, celebrando no solo la brecha tomada, sino el espíritu inquebrantable que nos ha unido como hermanos en esta victoria histórica. Es un momento de pura catarsis, donde el sentimiento de libertad ganada se funde con el lazo humano, recordándonos que esta gesta no es solo militar, sino el alma renacida de nuestra nación ,un juramento cumplido que late en cada corazón español.
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