Un relato novelado basado en una carta histórica que cuenta la alianza entre tlaxcaltecas y españoles para liberar a Mesoamérica del yugo mexica, revelando una historia de libertad, traiciones y esperanza. A través de capítulos vívidos, Xicoténcatl narra la opresión bajo el Imperio Mexica, la llegada de libertadores barbados, batallas épicas y la...
La Batalla y Asedio de Badajoz
Agosto de 1936. El asedio a Badajoz se convierte en toma entre murallas, brechas y combate urbano, en un relato que combina documentación y pulso narrativo.
Parte I : Columna vertebral de hierro: del Guadiana al muro
El amanecer en la Raya se abre con una luz dura que aplasta sombras contra los barbechos, y la llanura extremeña vibra al paso de una columna mixta que ya no improvisa: se ha profesionalizado en el avance. Delante, la vanguardia combina exploración motorizada e infantería de asalto: motocicletas con sidecar y camiones civiles requisados —Hispano‑Suiza, Ford, Chevrolet— llevan pelotones de choque, mientras los veteranos a pie ajustan el paso a 5–6km/h, cadencia de manual cuando se espera contacto intermitente. La marcha no es desfile: cada kilómetro se construye con disciplina, horarios de control, enlaces que saltan de vehículo a vehículo y una red de señales —pito corto para alto, largo para reanudar, banderines codificados— que la experiencia del Rif convirtió en segunda naturaleza.
El cuadro humano impresiona por contraste. Los legionarios avanzan con la guerrera verde y la camisa abierta, correajes de cuero bruñidos por el uso, cartucheras dobles ajustadas para el 7×57 y polainas que guardan el tobillo contra los surcos traicioneros; muchos llevan el gorrillo isabelino con borla ladeada, otros cascos M26 o Adrian, combinando confianza en la cobertura con prudencia de veterano. Los Regulares, encuadrados por sus mandos españoles, alternan chilaba práctica y guerrera caqui, fez o turbante según tabor, correajes cruzados con cananas de latón y la economía de gesto de unidades que aprendieron a sobrevivir en barrancos y zocos. Los oficiales portan prismáticos colgados a la altura del esternón, cartucheras de oficial, funda de pistola —Astra o Star, 9mm corto— y, casi todos, mapas con cubiertas enceradas dentro de carteras de cuero. No posan: calculan.
"No venimos a hacer kilómetros: venimos a unir dos cuerpos del mismo ejército.
El armamento es un sistema pensado para el avance y el asalto. La fusilería se articula en torno al Mauser M1893 en 7×57mm —fiable, preciso, contundente— y escopetas de corredera en manos sueltas para limpieza de interiores cuando toque; los pelotones de apoyo arrastran Hotchkiss M1914 de aire con trípode y cintas metálicas que tintinean al ritmo de marcha, y Maxim preservadas donde se dispone de agua y manguera; subfusiles MP28 y Bergmann asoman en las manos de cabos y sargentos de choque, conscientes de que en calle estrecha la cadencia vence al alcance. Las secciones de granaderos reparten granadas ofensivas y defensivas —piña con retardo— y mantienen un ritual exacto: comprobar espoleta, contar segundos, lanzar en parábola corta; la torpeza cuesta vidas, la pericia gana metros. La artillería acompaña con piezas de 75 y 105mm de tiro rápido, tubos en cureña y sirvientes que repiten el ballet aprendido: apuntar, corregir deriva, cargar, fuego; baterías que, si es preciso, se emplazan en tiro directo contra troneras y portones cuando la muralla lo exige. Arriba, no siempre pero con frecuencia, se escucha el ronroneo grave de los trimotores: bombarderos Savoia‑Marchetti que, cuando el tiempo y la coordinación lo permiten, marcan con su sombra la dirección del esfuerzo principal y castigan patios y plazas que ofrecen tiro difícil a las piezas de campaña.
La columna está dividida con lógica de bisturí. Agrupación Asensio, con IV Bandera de La Legión, I Tabor de Tetuán y una batería de campaña de apoyo; Agrupación Castejón, con V Bandera de La Legión, II Tabor de Ceuta y batería de 105; en retaguardia inmediata, fuerza de cobertura y reserva operativa que asegura Mérida y el eje de abastecimiento, lista para explotar una brecha o sellar un contragolpe. El objetivo estratégico, repetido en cada informe, es inequívoco: asegurar el corredor, coser sur y norte, estabilizar flanco portugués, convertir el mapa en logística y la logística en continuidad de mando. El alférez —joven pero ya gastado de mirada— lo verbaliza para su pelotón: "No venimos a hacer kilómetros: venimos a unir dos cuerpos del mismo ejército.
"Pared que no cae, pared que se flanquea; calle que grita, calle que se corta".
A medida que se aproximan a Badajoz, el terreno dicta la gramática del combate. La ciudad, fortaleza abaluartada de siglos XVII–XVIII, no es solo un caserío grande: es un dispositivo defensivo con baluartes, cortinas, fosos y una alcazaba que domina el conjunto; puertas con nombre —Trinidad, Palmas, Carros— que no son meras entradas, sino puntos de fuego cruzado, embudos donde una sección mal lanzada se desangra en segundos. La inteligencia propia y la observación directa confirman lo que los partes ya sugerían: la guarnición mezcla tropas de línea, carabineros, milicias y ametralladoras emplazadas en altura; hay morteros sueltos que pueden convertir una calle en mortero de fragmentación; y, sobre todo, hay voluntad de resistencia en sectores clave. La caída de Mérida aisló la plaza y aceleró decisiones: el mando entiende que el tiempo aquí vale doble, porque cada hora que se invierte en Badajoz es una hora que no corre hacia Madrid; pero también sabe que dejar una brecha viva en la frontera sería invitar al desastre logístico.
El cuadro táctico se afina en silencios profesionales. Los oficiales trazan sobre mapas de escala 1:50.000 y bocetos de mano el reparto de ejes, cortinas a batir, puntos de ruptura. La artillería ensaya su música: baterías a distancia media para ablandar muralla —preferentemente la cortina de Trinidad, cuya fábrica promete ceder a un trabajo insistente— y piezas adelantadas listas para tiro tenso si una tronera tozuda resiste; las comunicaciones, con radio donde hay, con mensajeros a pie y en moto donde no, definen ventanas de fuego para evitar fratricidio. La infantería de asalto prepara fascines de fortuna —sacos, tablones— para salvar zanjas, ganchos, escalas cortas para superar revellines, y, en ausencia de torres de asedio, adopta la vieja receta: brecha abierta por artillería, empuje a bayoneta, granada de mano, fuego corto y avance por saltos. La consigna que pasa de cabo a cabo es de economía brutal: "Pared que no cae, pared que se flanquea; calle que grita, calle que se corta".
"Cada uno en su puesto, que en su puesto está España."
Mientras la columna se despliega en abanico, la vida material de la guerra sostiene el gesto. Los intendentes reparten pan, cecina y café de achicoria; el agua se mide como munición y se rellena donde los pozos lo permiten; las mulas, humilde artillería viviente, acercan cajas de 7×57 y cintas para Hotchkiss hasta donde los camiones no se atreven; los sanitarios montan un puesto de socorro con camillas de lona, morfina contada, vendas hervidas y un crucifijo pequeño que cabe en el bolsillo de la bata. El sacerdote castrense dice misa sobre una caja de munición; no hay arengas largas, solo palabras de oficio: "Cada uno en su puesto, que en su puesto está España." La moral no estalla: se asienta.
"El corredor no es una línea; es una columna vertebral."
En la tarde previa al asalto, el reconocimiento confirma el plan: presión de artillería sobre la Puerta de la Trinidad para abrir la "brecha de la muerte", amagado en otros puntos para fijar y confundir, y maniobra de entrada por el sector menos murado —cuartel de Menacho— si la ocasión lo ofrece; esfuerzo simultáneo sobre la alcazaba por Puerta de Carros para dividir defensas y forzar la descomposición en bolsas; si la aviación coopera, golpear depósitos y puntos de reunión; si no, persistir con el tubo y el hierro. Los jefes de compañía repasan listas: cada pelotón con su granadero, cada sección con su ametralladora, cada grupo con su sanitario; se marcan señales de reconocimiento —pañuelo enrollado en la cartuchera izquierda, dos golpes de culata al girar esquina— para evitar confundir sombras con enemigos cuando la ciudad, por fin, engulla el ruido en sus calles.
Entonces, al caer la luz, una frase, más susurrada que gritada, circula como contraseña entre mandos y tropa: "El corredor no es una línea; es una columna vertebral." Y los hombres entienden que lo que les espera al alba no es una ciudad sin más, sino un eslabón crítico que, si se cierra, transforma un mapa en una estrategia y una estrategia en victoria posible. A la intemperie, bajo un cielo que huele a tomillo pisado y a aceite caliente de ametralladora, la columna se prepara para el oficio del día siguiente: medir, romper, entrar, sostener. El resto —la propaganda, los partes, las fotos— vendrá después. Primero, la brecha. Luego, la costura. Después, la línea segura que une dos ejércitos en uno.
Parte II Brecha, calle y alcazaba: el oficio de tomar una plaza.
El amanecer no trae poesía: trae coordenadas. A las 06:10, las baterías de 75 y 105 mm inauguran el día con un golpeteo metódico sobre la cortina de la Puerta de la Trinidad; los sirvientes de pieza repiten su ballet sin adjetivos —apuntar, corregir deriva, cargar, fuego— mientras los observadores ajustan con prismáticos y banderines el golpe a golpe que ha de convertir pared en brecha. El aire huele a cal viva y a polvo de fábrica antigua; la muralla responde con cascotes y una tos de piedra que no tarda en abrir, primero, una grieta oblicua, y luego el boquete que la infantería bautizará, sin retórica, "la brecha".
"Pared que no cae, pared que se flanquea; hueco que se abre, hueco que se llena."
Bajo ese telón de hierro, las secciones de asalto se desgranan en silencios profesionales: legionarios con su guerrera verde y gorrillo, Regulares con correaje cruzado, cananas de latón y la fría eficacia de quien ha aprendido a vivir pegado al muro. En sus manos, el futuro de la nación disfrazado de Mauser 1893 ; en los grupos de choque, MP28 y Bergmann que ronronean a corta distancia. Sobre las espaldas, granadas de piña contadas —dos por hombre en primera línea—; en el trípode, la Hotchkiss M1914 lista para cortar contraataques con cintas que tintinean como una amenaza. La consigna es de bisturí: "Pared que no cae, pared que se flanquea; hueco que se abre, hueco que se llena." Un pelotón lanza fascines y tablones para salvar el foso; otro, en ángulo, gana el borde de la brecha y clava la primera ametralladora para que la infantería no suba a ciegas.
La artillería reduce ritmo y afina tiro; el último tramo es de granada y bayoneta. Entran de tres en tres, codo a codo, con ese paso corto que come metros sin regalar un perfil. La ciudad muerde: ametralladoras en troneras, morteros sueltos que parten el aire en bocados, francotiradores en aleros. La respuesta no es épica: es oficio. Sección de granaderos: seguro, cucharilla, dos pasos, arco corto; fusileros: ráfaga breve, salto, cubrir esquina; cabo con subfusil: dos ráfagas al hueco y avanzar. Cada metro ganado se paga con sudor y disciplina, con voces que no se alzan y manos que saben dónde poner el hierro.
El alférez [···] entiende, con la claridad que da el plomo, que la victoria no es una palabra: es una cadena de hábitos correctos repetidos bajo presión.
Dentro de la piel de Badajoz, la guerra cambia de gramática. Las calles estrechas obligan al codeo con la pared, a la técnica de esquina —asomar casco, no hombro; mirar con el Mauser, no con el cuello— y al fuego cruzado desde patios que huelen a jabón y miedo. Se abre el eje de la Trinidad hacia el corazón urbano mientras otra agrupación busca la llave de la alcazaba por Puerta de Carros: si se parte la defensa en dos bolsas, la resistencia se deshilacha. Un equipo liga dinamita a puertas entableradas; otro sube por escaleras cortas a un terrado desde el que una Hotchkiss barre la calle como si peinara el aire. La coordinación es una partitura exigente: baterías en tiro tenso contra una tronera que no calla —y, donde procede, fuego de rebote en plazas—; amago en Menacho para fijar; entrada principal por la brecha cuando el humo confunde al que dispara y al que avanza. La aviación, cuando llega el bramido de los Savoia, castiga patios profundos y puntos de reunión; cuando no, el tubo de 75 y el valor con cabeza hacen el mismo trabajo, solo más despacio.
A media mañana, la brecha ya no es un sueño: es un embudo con fuego propio, sostenido por una sección que ha clavado posición y que gira la ametralladora como una bisagra que abre la ciudad hacia dentro. El alférez del primer capítulo entiende, con la claridad que da el plomo, que la victoria no es una palabra: es una cadena de hábitos correctos repetidos bajo presión. A primera hora de la tarde, la alcazaba siente el hierro en sus flancos; por la Trinidad, el empuje ha cosido las primeras manzanas; los enlaces corren con partes escritos a lápiz duro: "Punto Uno consolidado; Punto Dos, resistencia decreciente; Punto Tres, solicitar munición y granadas." No hay alardes. Hay inventario de lo esencial: agua, balas y relevos.
"Badajoz tomada, corredor Asegurado "
Cuando la defensa organizada empieza a resbalar, el sonido cambia de timbre: menos ráfagas largas, más chasquidos aislados; menos órdenes a gritos, más señales de mano; menos humo de fábrica, más polvo de patio barrido con prisa. Se retrocede hacia posiciones interiores, se abandonan trincheras de circunstancia, se buscan puertas traseras; pero el dispositivo atacante ya ha convertido la ciudad en un tablero con casillas tomadas y líneas de fuego cruzadas. Un capitán marca en un esquema con lápiz azul las calles aseguradas; en rojo, los puntos aún calientes; al margen, la nota sobria de quien sabe lo que ha costado: "Control parcial. Corredor asegurado." A media tarde, la resistencia que queda es más ruido que estructura. La bandera sube, sí, pero nadie se detiene a mirarla largo: hay que revisar sótanos, anular nidos, recoger heridos —camillas de lona, yodo, vendas hervidas y morfina contada— y, sobre todo, abrir de nuevo el circuito de suministros. La plaza pasa de ser un nombre en titulares a ser un nodo logístico: taller improvisado para camiones, almacén para 7×57 y 75 mm, puesto de transmisiones con radio donde llega la onda y un motorcito de gasolina que tose como un viejo. La propaganda vendrá después; hoy, el parte que importa cabe en una línea: "Badajoz tomada. Corredor continuo." En la penumbra que sigue al combate, el silencio no es vacío: es orden recuperado. Y con él, la certeza profesional de que la primera gran victoria del suroeste no es un accidente, sino el resultado de una táctica correcta aplicada por hombres de valor, conscientes de la precisión que exige su oficio.
Parte III. El eco y la costura: la victoria que convierte un mapa en destino.
La noche cae sobre Badajoz como un telón de terciopelo chamuscado. No hay silencio: hay otro tipo de ruido, el de las cosas que vuelven a su sitio. En los patios, alguien barre el polvo que dejó el combate; en los portales, las bisagras recuperan su oficio; en los cuartos de mando, los mapas respiran. Sobre la mesa, la ciudad ya no es un contorno irregular: es un nudo hecho, un punto de anclaje. El parte cabe en una línea —"Badajoz tomada, corredor continuo "—, pero su eco ocupa el país entero. Porque lo que hoy se ha conquistado no es solo una plaza: es la continuidad, la columna vertebral que une el Ejército de África con las fuerzas del norte, la certeza de que el plan no es un deseo, sino una ruta con hitos cumplidos.
"No son los metales los que mueven a los hombres, pero a veces un brillo pequeño dice lo que no caben en los partes: ``aquí con este hombre se cumplió el patrio deber´´"
Los mandos repasan, sin alzar la voz, la cronología de la victoria: inteligencia que guía, artillería que abre, infantería que entra, logística que sostiene, comunicaciones que cosen. Se vacían cajas de 7×57, se apuntan consumos de 75 y 105, se encargan relevos, se certifica el estado de los camiones. La guerra, cuando es seria, convierte la épica en procedimientos. Y sin embargo, en la penumbra, corre una electricidad distinta: la que solo sienten los que han visto romperse la resistencia y sostenerse el empuje hasta el final. El alférez del primer día —con la camisa endurecida de sudor y polvo— recibe un sobre: una medalla sencilla, sin estridencias, por una acción en la brecha. "No son los metales los que mueven a los hombres, pero a veces un brillo pequeño dice lo que no caben en los partes: aquí con este hombre se cumplió el patrio deber"
El amanecer siguiente trae la música que confirma la estrategia: motores que llegan desde el sur sin interrupciones, convoyes que no preguntan si pueden pasar porque el corredor ya no es un expediente; es una carretera protegida por la voluntad y por la geografía conquistada.
En Mérida se reordena el flujo; en Badajoz se duplica la intendencia; hacia el norte se trazan las fechas como si fueran líneas de ferrocarril: tal día, tal columna; tal hora, tal enlace. La propaganda, por una vez, llega tarde a los hechos y se limita a recogerlos. Donde ayer había duda, hoy hay dirección.
"Hoy no celebramos una ciudad, celebramos una costura."
Entonces, en la plaza mayor, ocurre lo que convierte una operación en símbolo. Un pelotón forma, no para desfilar, sino para rendir honores a los caídos. No hay discursos largos ni palabras de más. El capellán reza un responso breve; el capitán Valdés, con el bigote bien recortado y la mirada que pesa, pronuncia solo una frase: "Hoy no celebramos una ciudad, celebramos una costura." Y al decir "costura", los hombres entienden que no habla de muralla ni de baluarte, sino de la Patria: de esa idea concreta que se hace visible cuando dos frentes por fin se tocan y se convierten en uno. La bandera sube al mástil con una dignidad sobria; las botas golpean el suelo al unísono; por un instante, el aire se limpia del polvo y solo huele a metal bruñido y a cuero bien cuidado.
El telégrafo corre la noticia por España como una vena que late: en los puestos avanzados del norte cambia el tono de las guardias; en los talleres de retaguardia, los mecánicos ajustan tuercas como quien aprieta una promesa; en las cocinas de campaña, el café oscuro sabe menos a espera y más a marcha. Los que dudaban se enderezan; los que creían, confirman. Y los que combaten saben que una victoria no termina en la fotografía: empieza en la línea de suministros que no se corta, en la moral que no se raja, en la obediencia inteligente que no necesita gritos.
Al caer la tarde, el alférez sube a la muralla ya quieta y mira el río como se mira una frontera que ha dejado de ser incertidumbre. Sabe que mañana habrá otra brecha, otra cortina que batir, otro patio que peinar con la Hotchkiss, otra calle que pedir dos pasos, arco corto, y la respiración contenida antes de la granada. Pero también sabe que hoy ha quedado escrito algo que no se borra con el próximo disparo: que la victoria es una cadena de hábitos correctos repetidos bajo presión, y que cuando esa cadena se mantiene, el país deja de temblar y empieza a avanzar.
La noche vuelve, y esta vez sí hay un silencio distinto: el de las ciudades que aceptan el orden. En los cuartos de mando, se apagan lámparas una a una. En los camiones, los soldados se acomodan contra las lonas; alguno envuelve en papel de estraza una carta sin florituras para casa. Y mientras la luna baja sobre la alcazaba, la última frase del día no es un grito, ni un lema, ni un eco de tambores. Es una certeza, dicha con voz baja para que cale alto: "Corredor asegurado. España, cosida por dentro." Con eso basta. Con eso empieza lo que mañana sigue.
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