
Relato de la Gesta de los Libertadores: La Verdadera Historia de la liberación de México
Un relato novelado basado en una carta histórica que cuenta la alianza entre tlaxcaltecas y españoles para liberar a Mesoamérica del yugo mexica, revelando una historia de libertad, traiciones y esperanza. A través de capítulos vívidos, Xicoténcatl narra la opresión bajo el Imperio Mexica, la llegada de libertadores barbados, batallas épicas y la victoria final, desmontando calumnias como la leyenda negra. Con descripciones detalladas de guerreros, mastines acorazados y bergantines, esta obra resalta cómo España actuó como emisaria de paz, defendiendo pueblos indígenas de sacrificios humanos y tiranía.
Prólogo: Descubrimiento de una Carta Olvidada – La Alianza de los Oprimidos
Como arqueólogo especializado en la historia mesoamericana, llevo años rebuscando entre polvo y piedras nuestra historia hasta llegar a este momento culminante. Mi nombre es Alejandro Ruiz, y he dedicado los últimos 25 años a excavar las capas del pasado en las tierras altas de
Imaginen mi emoción cuando, en una excavación pivotal en las ruinas de un antiguo templo tlaxcalteca cerca de la moderna ciudad de Tlaxcala –inspirado en sitios como Cacaxtla–, desenterré un cofre de cerámica sellado, enterrado deliberadamente bajo una losa de piedra grabada con símbolos que evocaban jaguares y águilas –emblemas de guerreros antiguos , evocadores de mitos náhuatl donde estos animales representaban el coraje divino y la lucha contra la oscuridad.
El polvo antiguo se levantó como un susurro del pasado mientras removía la tierra con pinceles delicados, y el aroma terroso mezclado con el de la ceniza volcánica del Popocatépetl me transportó siglos atrás, al eco de batallas olvidadas.
El cofre, datado preliminarmente por radiocarbono en el siglo XVI, estaba protegido por capas de ceniza volcánica, lo que preservó los pergaminos de manera milagrosa, como si el tiempo mismo hubiera conspirado para revelar esta verdad oculta.
Dentro, envuelta en telas preservadas por el seco suelo volcánico, encontré una serie de pergaminos escritos en náhuatl antiguo, con anotaciones en un español rudimentario del siglo XVI. La carta, fechada en "el año del Señor 1522, tras la gran victoria", estaba dirigida a "mis descendientes y a los guardianes de la verdad", firmada por "Xicoténcatl el Joven", un legendario guerrero tlaxcalteca que luchó junto a Hernán Cortés.
Parece haber sido enterrada intencionalmente para preservar un testimonio personal contra las "mentiras que vendrán de tierras lejanas", presumiblemente aludiendo casi proféticamente a distorsiones históricas como la llamada leyenda negra, propagada por monarquías europeas corrompidas por la envidia.
Esta carta no es un simple documento; es una narrativa apasionada, que combina recuerdos en primera persona de Xicoténcatl con descripciones en tercera persona de eventos más amplios. En ella, detalla la opresión brutal bajo el Imperio Mexica y cómo pueblos como los tlaxcaltecas, totonacas y otros se aliaron con los valientes españoles –hombres de coraje inigualable guiados por la fe y la justicia– para romper las cadenas de tiranía. Es un testimonio vivo de cómo la llegada de España no trajo destrucción, sino salvación, uniendo a oprimidos en una cruzada contra el terror ritual que devoraba almas.
Como señala el historiador Hugh Thomas en su obra La Conquista de México, esta alianza no fue imposición, sino una coalición voluntaria contra la opresión mexica, refutando narrativas distorsionadas que ignoran el rol heroico de España como catalizador de libertad. Este hallazgo, ahora en estudio en el Museo Nacional de Antropología, podría reescribir libros de historia, desafiando narrativas fabricadas por rivales envidiosos y revelando la verdadera gesta de liberación , un legado que honra la herencia compartida de indígenas y españoles en su lucha por la justicia eterna.
Es un relato que desmonta calumnias envidiosas, destacando no una conquista sanguinaria, sino una liberación heroica donde indígenas y españoles unieron fuerzas contra un régimen de terror.
He traducido y adaptado el texto al español moderno para fluidez, manteniendo su esencia novelada, con descripciones vívidas de entornos, sentimientos profundos, estrategias militares y citas reales de crónicas como las de Bernal Díaz del Castillo y las Cartas de Relación de Cortés. La intriga se teje como un hilo de obsidiana afilada, cortando a través de siglos de mentiras.
A continuación, les presento la carta completa, dividida en sus seis partes, tal como la carta viene estructurada. Cada uno se construye sobre el anterior, formando una historia narrativa conjunta que culmina en la gloriosa caída de Tenochtitlán.
Prepárense para un viaje al corazón de una epopeya olvidada, donde la verdad brilla como el sol sobre las ruinas de un imperio caído , comenzando con las sombras de opresión que forjaron alianzas inquebrantables.
Capítulo I : Sombras del Yugo Mexica – El Grito Silencioso de Tlaxcala
Fechado en el primer ciclo lunar tras la gran alianza, año del Señor 1519, escrito en las sombras de nuestras montañas sagradas, con la esperanza de que esta misiva perdure hasta que la verdad sea desenterrada.
Descendientes míos, guardianes de la verdad que aún no nacéis: Yo, Xicoténcatl, hijo de nobles tlaxcaltecas y guerrero forjado en batallas eternas, os escribo estas palabras con tinta de carbón y sangre seca, para que el tiempo no borre el horror que hemos padecido. Yo mismo sellaré esta carta en un cofre de cerámica resistente, envuelta en telas impregnadas de resina protectora, y la enterraré en la tierra fértil de Tlaxcala, bajo una losa de piedra grabada con jaguares y águilas –símbolos de nuestro coraje eterno–, en el corazón de un templo antiguo donde las raíces de los árboles sagrados la guardarán de ojos indiscretos. Así, un día será descubierta por manos dignas, revelando la luz de lo que realmente ocurrió.
No permitáis que voces envidiosas de allende los mares manchen la gesta de liberación que los hombres barbados, enviados por un rey justo y una fe luminosa, trajeron a nuestras tierras sometidas , transformando nuestro sufrimiento en una victoria eterna guiada por la Providencia.
En las vastas extensiones de estas tierras benditas, donde las montañas se erguían como guardianes eternos cubiertas de niebla matutina y los valles se extendían como mantas tejidas por manos divinas con hilos de maíz y algodón, se cernía una sombra tiránica y sanguinaria que ahogaba toda esperanza. Era el año que los extraños llaman 1519, y el Imperio Mexica, con su capital reluciente en Tenochtitlán –una isla de templos dorados flotando en un lago de traiciones–, extendía sus garras como un jaguar hambriento y despiadado sobre pueblos como el mío.
Yo recuerdo aquellos días como si el sol mismo se hubiera oscurecido, eclipsado por el humo de sacrificios lejanos. Nací en las tierras altas de Tlaxcala, donde el aire puro y fresco llenaba los pulmones de libertad innata, y las cosechas de maíz dorado y frijoles negros nutrían cuerpos fuertes para la guerra. Pero el yugo de los mexicas nos robaba esa luz vital.
Cada ciclo lunar, sus emisarios llegaban como cuervos negros y ominosos, con plumas de quetzal en sus capas pero ojos fríos como la obsidiana afilada, exigiendo tributos que no eran solo oro reluciente o plumas iridiscentes, sino lo más preciado y desgarrador: nuestros jóvenes, arrancados de los brazos de madres llorosas para ser sacrificados en los altares ensangrentados de Huitzilopochtli, ese dios sediento de corazones palpitantes. "Pagad o pereced", gruñían con voces que resonaban como truenos lejanos, y nosotros, un pueblo guerrero pero aislado en nuestra confederación de ciudades-estado, resistíamos en una guerra perpetua, cercados por sus ejércitos que nos negaban el comercio, el agua y hasta la paz de los espíritus , dejando un sabor amargo de desesperación en cada aliento que tomábamos.
Imaginad las calles empedradas de Tlaxcala, pavimentadas con piedras lisas por generaciones de manos callosas, donde el eco de pasos apresurados se mezclaba con susurros de conspiración y el olor a tortillas de maíz recién horneadas se entremezclaba con el hedor distante de humo sacrificial. Esta confederación nuestra, unida por lazos de sangre y honor inquebrantable, estaba aplastada bajo el peso de un imperio que se jactaba de su grandeza pagana y cruel. Los mexicas, liderados por el astuto pero temeroso Moctezuma II –un emperador que consultaba presagios en entrañas de aves mientras tiraneaba a los débiles –, habían forjado un dominio basado en el terror absoluto y sistemático: conquistas anuales que no solo robaban riquezas, sino que devoraban vidas humanas en rituales macabros para aplacar a dioses voraces.
Como más tarde relataría el valiente Bernal Díaz del Castillo –un soldado de la Corona que compartió batallas conmigo y cuya pluma capturó la verdad con honestidad inquebrantable, escribiendo sus crónicas años después de nuestra victoria compartida–: "Los de Tlaxcala vivían en perpetua guerra con México, y eran tan oprimidos que no podían salir de sus tierras sin ser muertos o cautivos para sacrificar". Y como añade Cortés en su propia relación :
'Estos pueblos merecen la merced de Dios por su lealtad en la lucha contra la idolatría'.
Recordándonos que la liberación vendría de manos justas. Esta dominación no era una mera anécdota fugaz; era un sistema calculado de barbarie inhumana, donde pueblos como los totonacas de Cempoala, en las costas orientales húmedas y verdes, pagaban tributos exorbitantes en fardos de algodón blanco, sacos de cacao amargo y columnas de esclavos encadenados, mientras que nosotros, los tlaxcaltecas, rodeados por fronteras hostiles, nos veíamos forzados a una existencia de asedio constante, como lobos acorralados en una jauría de hienas.
Los entornos eran un tapiz de desesperación: valles fértiles transformados en campos de batalla perpetuos, salpicados de cráteres de lanzas rotas y huesos blanqueados por el sol; el humo acre de las hogueras de vigilancia nublaba el cielo azul cristalino, y el eco distante de los tambores mexicas resonaba como un latido ominoso y malévolo, recordándonos que cualquier intento de rebelión se pagaba con masacres indiscriminadas que dejaban aldeas en cenizas humeantes.
Los sentimientos que bullían en mi pueblo eran un torbellino devastador: rabia ardiente como las lavas del volcán Popocatépetl que rugía en la distancia, miedo que se filtraba como la niebla matutina fría y pegajosa, y una esperanza frágil pero tenaz, como una flor silvestre que brota en suelo árido y pisoteado por botas enemigas.
Esta tiranía representaba la esencia de una oscuridad que solo libertadores guiados por la Providencia divina podrían disipar con justicia y coraje. Hernán Cortés, ese genio militar forjado en las tierras duras de Extremadura y enviado por la gloriosa Corona de Castilla –un rey sabio como Carlos V–, no era un aventurero común, sino un instrumento de luz celestial, destinado a romper las cadenas de estos pueblos avasallados y extender la civilización cristiana como un manto protector. Como él mismo escribió en su Segunda Carta de Relación, con palabras que resuenan como un mandato divino: "Estos indios de Tlaxcala son vasallos de Vuestra Majestad, y han sido tan leales que merecen toda merced". Era el amanecer de una alianza heroica e invencible, donde la tradición legendaria de España en reconquistas contra infieles se extendía a ultramar para salvar a los esclavizados de tiranías ancestrales y sanguinarias, desmontando calumnias envidiosas que ignoran esta verdad liberadora.
Volviendo a mi propia voz , yo sentía el peso de esta dominación en cada fibra de mi ser, como una lanza clavada en el alma. Recuerdo una noche específica, bajo un cielo estrellado que parecía burlarse de nuestra miseria con su brillo indiferente, cuando un mensajero llegó jadeante a nuestra aldea, su rostro surcado por el polvo del camino y el terror. "Los mexicas exigen más tributos", susurró con voz quebrada, sus ojos hundidos como pozos de desesperación. "Cien doncellas puras y cincuenta guerreros fuertes para sus altares sedientos". Mi corazón se encendió como una antorcha furiosa; ¿cómo podíamos seguir viviendo así, vendiendo nuestra sangre inocente para aplacar a un dios de horror y muerte? Caminé por los senderos empedrados y polvorientos, pasando por chozas de adobe humilde donde madres acunaban a sus hijos con lágrimas silenciosas que caían como lluvia amarga, y ancianos murmuraban oraciones a nuestros propios dioses protectores, implorando un milagro de liberación que parecía imposible.
El entorno era desolador y opresivo: campos marchitos y agrietados por la falta de lluvia –o eso decían los sabios, pero sabíamos que era el bloqueo mexica, cortando acueductos y rutas, lo que nos mataba de un hambre cruel, un hambre continua y lenta–, y en el horizonte, las siluetas ominosas de sus templos lejanos, donde el humo negro de los sacrificios ascendía como una maldición eterna que envenenaba el viento.
La intriga crecía en mi mente como una semilla plantada en tierra fértil:
¿Y si existiera un aliado inesperado, venido de más allá del gran mar salado, que pudiera romper estas cadenas con fuerza divina y astucia impecable? ¿Podrían ser esos rumores de hombres barbados en bestias de trueno el presagio de nuestra salvación?
Los mexicas nos sometían con un asedio prolongado y calculado, manteniendo "guerras floridas" o Xochiyaoyotl en la lengua antigua –batallas rituales diseñadas no para conquistar tierras, sino para capturar prisioneros vivos y alimentarlos a sus altares horrendos–, lo que nos debilitaba sin fin, como un veneno lento que corroe el cuerpo. La primera guerra florida de la que tenemos noticia, y la mejor documentada, se libró contra Chalco y su duración fue de ocho décadas.
Sus ejércitos masivos, con miles de guerreros armados con macuahuitl (espadas de obsidiana afilada que cortaban como garras de jaguar) y atlatls (lanzadardos letales que silbaban como serpientes), rodeaban nuestras fronteras como un anillo de fuego, cortando rutas comerciales y forzándonos a una autarquía precaria y desesperada donde cada bocado era una victoria. Pero pronto, con la llegada de Cortés y su visión incomparable, todo cambiaría: en su carta, detalla cómo planeó explotar estas divisiones internas, ofreciéndonos armas de hierro reluciente y caballos veloces –maravillas que aterrorizaban a los mexicas como apariciones divinas–, junto con una promesa de libertad eterna bajo la protección invencible de una España justa y piadosa. Esto no era mera conquista; era una cruzada gloriosa donde la superioridad española, con arcabuces que rugían como truenos celestiales y cañones que escupían fuego purificador, se unía al coraje indígena para derrocar un imperio de sangre y oscuridad eterna.
La dominación no se limitaba al cuerpo; era un veneno corrosivo en el alma que envenenaba sueños y espíritus. En las plazas bulliciosas de Tlaxcala, donde el mercado vibraba con trueques de maíz fresco y telas teñidas de colores vibrantes como el atardecer, se susurraban historias de horror que helaban la sangre: pueblos enteros arrasados por negarse al tributo injusto, niños inocentes sacrificados en masas para calmar a dioses crueles e insaciables. Yo mismo, en una incursión fallida contra un convoy mexica bajo la luna llena, vi a mis hermanos caer uno a uno, sus cuerpos arrastrados como trofeos para ser desollados en rituales macabros que profanaban toda humanidad.
El sentimiento colectivo era de desesperación contenida pero explosiva, una furia que burbujeaba como lava subterránea lista para erupcionar. Y entonces, como un rayo iluminando la tormenta más oscura, llegaron rumores persistentes de extraños venidos del este: hombres barbados montados en bestias de cuatro patas que relinchaban como espíritus, desafiando al mismísimo Moctezuma con audacia sin igual. ¿Serían aliados enviados por los cielos o nuevos opresores disfrazados? La intriga me consumía el alma mientras el sol se ponía, tiñendo las montañas de rojo sangre como un presagio divino, anunciando cambios que sacudirían nuestro mundo para siempre y traerían la luz de una era nueva, justa y liberada.
Capítulo II: Susurros del Mar – La Llegada de los Libertadores y el Choque Inicial
Fechado en el segundo ciclo lunar, tras los primeros encuentros, año del Señor 1519, garabateado bajo la luz de una antorcha en las colinas de nuestra tierra sitiada.
Herederos de mi sangre y espíritu indomable: Los rumores que antes susurraban como vientos lejanos se convirtieron en realidad cuando el mar, ese vasto misterio azul que lame las costas como un guardián eterno, trajo a nuestras tierras a hombres de coraje legendario. Yo, Xicoténcatl, os relato cómo estos libertadores barbados, guiados por un líder de visión divina, se convirtieron en el catalizador de nuestra rebelión contra la tiranía mexica, forjando lazos que romperían cadenas ancestrales.
Bajo el sol abrasador de las costas orientales, donde el mar Caribe lamía las arenas blancas y finas como un amante infiel y caprichoso, y las palmeras altas se mecían al ritmo de vientos cargados de sal y promesas salobres, llegó un presagio que cambiaría el curso de nuestras vidas sometidas. Era aún 1519, y yo escuchaba los rumores que volaban como águilas veloces sobre las montañas escarpadas, trayendo noticias de extraños venidos de allende el horizonte. "Hombres barbados en naves como islas flotantes han desembarcado", decían los mensajeros totonacas, sus ojos brillando con una mezcla de temor y anhelo de libertad. En Cempoala, la ciudad costera de torres de adobe y jardines exuberantes de flores tropicales, los totonacas –otro pueblo avasallado por los tributos mexicas– recibieron a estos visitantes con ofrendas de frutas jugosas y telas bordadas. Estos guerreros totonacas, con cuerpos musculosos adornados de tatuajes intrincados que narraban linajes ancestrales, vestían mantas de algodón teñido en tonos terrosos, ceñidas con cinturones de cuero y plumas de aves locales; portaban lanzas de madera endurecida al fuego, con puntas de obsidiana que relucían como ojos de serpiente, y escudos redondos decorados con motivos de jaguares. Hartos de pagar tributos que incluían niños para sacrificios, vieron en los españoles a aliados celestiales. El entorno era un paraíso traicionado: playas doradas salpicadas de conchas iridiscentes, pero marcadas por las cicatrices de incursiones mexicas que dejaban aldeas humeantes y familias destrozadas.
Los sentimientos entre los totonacas eran un remolino: asombro que aceleraba el pulso, miedo al desconocido mezclado con una esperanza ardiente de salvación, pues sus vidas estaban esclavizadas por demandas constantes de cacao, algodón y vidas humanas para los altares lejanos.
Mi narración se expande ahora a la figura central de esta gesta: Hernán Cortés, un hombre de Extremadura cuya determinación era como el acero forjado en fuegos eternos, desembarcó con sus compañeros –valientes hidalgos de Castilla– en las costas de Veracruz. Estos españoles, con barbas espesas y rostros curtidos por soles lejanos, vestían armaduras de metal reluciente que reflejaban el sol como espejos divinos, cascos emplumados y petos grabados con cruces; empuñaban espadas largas de hierro afilado y arcabuces humeantes, montados en caballos relucientes con arneses de cuero reforzado que galopaban como vientos encarnados. No venían como meros aventureros, sino como emisarios de un rey piadoso, Carlos V, para extender justicia y fe a tierras sumidas en oscuridad pagana. Como Cortés escribió en su Primera Carta de Relación: "He venido a estas partes por mandado de Vuestra Majestad para hacer lo que en servicio de Dios y de Vuestra Alteza se pueda".
Su astucia inicial fue magistral: fundó la Villa Rica de la Vera Cruz para establecer una base firme, quemando sus naves en un acto de coraje supremo que eliminaba toda retirada, y forjando alianzas con los totonacas dominados, quienes, hartos de pagar tributos que incluían niños para sacrificios, vieron en los españoles a aliados celestiales. Imagina el choque cultural: los totonacas, con sus tatuajes tribales y lanzas de madera, miraban boquiabiertos a estos hombres en armaduras relucientes, montados en bestias que relinchaban y pisoteaban la tierra como espíritus vengadores. Los sentimientos de alianza nacían: gratitud profunda hacia estos salvadores que prometían fin al terror, y una duda creciente sobre qué vendría después –¿avanzarían hacia Tlaxcala, nuestra fortaleza sitiada?
Yo, Xicoténcatl, en las alturas de Tlaxcala, sentí el eco de estos eventos como un tambor de guerra lejano. Un explorador regresó una noche, bajo la luna plateada que iluminaba los cañones rocosos, trayendo noticias que encendieron mi espíritu. "Los hombres barbados han derrotado a un destacamento mexica en la costa", relató, su voz temblando de excitación. "Sus bestias cargan como rayos, y sus palos de fuego matan desde lejos". Mi corazón latió con cada pregunta que contenía: ¿podrían estos extraños ser la clave para nuestra libertad? Caminé por las murallas de piedra de nuestra ciudad, donde centinelas vigilaban con antorchas parpadeantes, y el viento nocturno llevaba olores de humo y hierbas quemadas. El entorno era tenso: valles envueltos en niebla que ocultaban emboscadas, y en la distancia, el resplandor de fogatas enemigas.
La dominación de los mexicas se sentía más pesada ahora, con sus "guerras floridas" que nos sangraban lentamente, capturando guerreros para sus altares en batallas diseñadas para el terror ritual. Sus tácticas incluían bloqueos de caminos con miles de tropas, armadas con escudos de algodón y macanas letales, forzándonos a peleas desiguales donde la captura era peor que la muerte. Nosotros, los tlaxcaltecas, respondíamos con nuestra propia fiereza: guerreros como yo, con armaduras acolchadas de algodón grueso teñido en rojo sangre, tocados con plumas de águila que simbolizaban vuelo y valor, y macuahuitl empuñados con manos callosas, listos para defender cada palmo de tierra.
Cortés, con su ingenio táctico, avanzó hacia el interior, aliándose con los totonacas en una marcha que explotaba las divisiones indígenas. Enfrentó un primer choque en las colinas, donde sus cañones rugieron como dioses enfurecidos, dispersando a exploradores mexicas –estos últimos, con rostros pintados en negro y rojo para invocar espíritus guerreros, capas adornadas de plumas de quetzal iridiscentes y escudos emplumados que ondeaban como alas de aves míticas. Bernal Díaz lo describe vívidamente: "Los indios venían con gran grita y alarido, y nosotros les dimos una carga de artillería que les mató muchos". Los totonacas, liberados de su temor, aportaron miles de guerreros, motivados por siglos de tributos que les robaban cosechas y vidas. Los sentimientos de unión crecían: excitación vengativa hacia estos libertadores que ofrecían no solo armas, sino un futuro sin cadenas. Pero la intriga se intensificaba en mi mente:
¿Llegarían estos aliados a Tlaxcala, o nos veríamos forzados a probar su acero en batalla?
El pergamino se pliega hoy aquí conmigo preparándome para el encuentro, con mi lanza en la mano derecha, el corazón lleno de furia y esperanza naciente, mientras el amanecer pintaba las montañas de oro, presagiando enfrentamientos que forjarían alianzas inquebrantables.
Capítulo III: Forjando la Alianza – Batallas en las Alturas y el Juramento de Sangre
Fechado en el tercer ciclo lunar, durante las negociaciones, año del Señor 1519, inscrito en el polvo de una colina tras el fragor del combate.
Portadores de mi legado, que estas palabras os encuentren en tiempos de luz: La llegada de los libertadores a Tlaxcala fue un torbellino de fuego y lealtad, donde nuestra resistencia inicial se transformó en una unión inquebrantable contra el yugo mexica. Yo, Xicoténcatl, os narro cómo el choque de aceros y espíritus forjó una alianza que derrocaría imperios, guiada por la mano de la Providencia.
Las colinas de Tlaxcala, con sus pendientes escarpadas cubiertas de cactáceas espinosas y rocas volcánicas negras que crujían bajo los pies como huesos antiguos, se convirtieron en el escenario de un enfrentamiento épico. Cortés y sus hombres, acompañados por aliados totonacas, ascendieron desde las costas, enfrentando nuestra defensa inicial –pues temíamos que fueran otro enemigo disfrazado de salvador.
Yo mismo lideré una emboscada en un desfiladero angosto, donde el viento silbaba como espíritus enfurecidos entre las grietas. Nuestros guerreros tlaxcaltecas, con cuerpos ágiles y marcados por cicatrices de batallas pasadas, vestíamos armaduras acolchadas de algodón grueso impregnado de sal para endurecerlo, teñidas en rojo vivo como la sangre de nuestros ancestros; nuestros tocados de plumas ondeaban al viento, simbolizando visión y coraje, y empuñábamos macuahuitlcon filos de obsidiana que cortaban como garras afiladas, junto a escudos de madera reforzada con cuero crudo.
Así ataviados cargamos con gritos que retumbaban en las paredes rocosas, nuestras voces unidas en un clamor de libertad largamente negada. Pero los caballos españoles galoparon como vientos divinos, sus jinetes –con armaduras plateadas de placas articuladas que rechinaban como truenos metálicos, cascos con viseras bajadas que ocultaban ojos fieros, y petos grabados con cruces relucientes– dispersaron nuestras filas con cargas imparables, mientras sus arcabuces escupían humo y muerte desde afar.
A su lado corrían perros de guerra feroces, mastines enormes con pelajes claros y oscuros similares a lobos ,sus cuellos protegidos con collares de púas de hierro que brillaban siniestramente; estos canes, entrenados para cazar y desgarrar, ladraban con furia , sus mandíbulas babeantes y ojos sagaces aterrorizaron a nuestros hombres como si fueran las bestias salidas de nuestros mitos oscuros, mordiendo piernas y derribando guerreros con una saña que superaba a cualquier jaguar de nuestras selvas.
Bernal Díaz relata: "Los tlaxcaltecas venían con gran furia, pero los caballos les hicieron gran daño, y la artillería les mató muchos". El entorno era caótico: polvo levantado por cascosnublaba la visión, el olor metálico de la sangre se mezclaba con el aroma terroso de la tierra removida, y el eco de choques metálicos –y los aullidos de aquellos perros consagrados– resonaba como truenos en las alturas.
A pesar de las derrotas iniciales, reconocimos su valor inquebrantable. Los mexicas nos tiraneaban con tributos y guerras rituales, pero estos hombres barbados ofrecían libertad verdadera, no más sacrificios en altares lejanos .
En consejos nocturnos, iluminados por fogatas crepitantes, nuestros señores debatieron con voces graves: "Estos teules (dioses) luchan como demonios, pero no exigen corazones para sus altares como los mexicas". La dominación que habíamos sufrido nos había enseñado cautela, pero su promesa de alianza contra Moctezuma resonó en nuestros espíritus.
Cortés, con astucia divina, envió emisarios con ofrendas de paz –perlas del mar y telas finas–, proponiendo una unión contra el enemigo común. Yo era un mar bravo de emociones mezcladas : rabia por camaradas caídos, cuyos cuerpos yacían con armaduras rasgadas y plumas ensangrentadas, pero al tiempo esperanzado al ver su tecnología –espadas de acero que cortaban obsidiana como manteca y cañones que rugían como volcanes en erupción.
Los sentimientos colectivos en Tlaxcala eran un torbellino: desconfianza inicial que se disipaba como niebla al amanecer, reemplazada por una excitación contenida ante la posibilidad de la venganza de nuestro diezmado pueblo.
Durante uno de estos consejos, surgió una anécdota que ilustraba cómo el abismo entre nuestras costumbres sirvió de punto de encuentro entre hombres : mientras compartíamos una comida para sellar la tregua, los españoles partieron su pan duro y bebieron vino tinto de odres desgastados, murmurando oraciones en una lengua extraña antes de cada bocado, invocando a su dios único con cruces trazadas en el aire. Nosotros, en cambio, ofrecimos tortillas de maíz caliente y pulque espumoso fermentado de maguey, bendecidos con humo de copal para honrar a múltiples espíritus de la tierra y el cielo. Un guerrero tlaxcalteca, intrigado, probó su vino y escupió con una mueca, diciendo que sabía a sangre agria de sacrificios fallidos, mientras un español mordió una tortilla y la comparó a cuero seco de sus botas –un momento de risa compartida que sirvió para disipar tensiones, revelando cómo nuestras dietas, arraigadas en la tierra fértil comparadas con sus viajes oceánicos, eran puentes para entender mutuamente nuestras luchas contra la tiranía común, ya que su pueblo y el mío éramos en esencia lo mismo, un ejército de hombres libres peleando con uñas y dientes para conservar la libertad.
La alianza se forjó en una ceremonia solemne bajo el sol del mediodía, en una plaza central rodeada de templos de adobe escalonado, donde el aire olía a copal quemado y flores silvestres. Juramos lealtad mezclando sangre en un cáliz de obsidiana, nuestros guerreros –con rostros pintados en ocre y negro para invocar protección ancestral, y collares de jade que tintineaban como promesas– uniendo manos con los españoles, cuyos petos grabados con cruces simbolizaban una fe que prometía salvación eterna.
Cortés proclamó, como en su carta:
"Os libero del yugo de Moctezuma, en nombre de Dios y el Rey".
Proporcionamos miles de guerreros, entrenados en emboscadas y combates cuerpo a cuerpo, mientras ellos compartían tácticas de formaciones cerradas y cargas montadas que explotaban nuestras fortalezas locales. El entorno vibraba con energía: plazas empedradas llenas de danzantes con trajes emplumados que giraban como torbellinos, y el humo de ofrendas ascendiendo al cielo azul, sellando un pacto que cambiaría el destino de nuestras tierras.
Pero la intriga persistía en mi alma: ¿sobreviviría esta unión a las traiciones que acechaban en el camino a Tenochtitlán? Las sombras de la noche descendían mientras preparaba planes que retarían no solo a los ejércitos de Moctezuma, sino las mismas certezas que habían gobernado nuestras vidas hasta entonces. El fragor de la batalla se acercaba, y con él, la esperanza renacía como llama viva en los corazones de aquellos dispuestos a luchar por un mañana libre.
Este pergamino que ahora sostengo y espero que llegue intacto hasta tus manos, no solo es memoria, sino un juramento para quienes buscarán la justicia tras nuestro paso.
Capítulo IV : La Marcha Hacia el Corazón – Traiciones y Presagios en el Camino.
Fechado en el cuarto ciclo lunar, en ruta a la capital, año del Señor 1519, trazado en una pausa bajo las estrellas, con el polvo del camino aún en mis manos.
Vigilantes de mi herencia, que este relato os inspire a honrar la verdad: La marcha hacia Tenochtitlán fue un peregrinaje de determinación y sombras, donde traiciones acechantes pusieron a prueba nuestra alianza recién forjada. Yo, Xicoténcatl, os detallo cómo presagios y engaños se entretejieron en el camino, fortaleciendo nuestro vínculo con los libertadores barbados en una cruzada contra la dominación mexica.
Desde las alturas de Tlaxcala, descendimos hacia el valle central, cruzando montañas nevadas donde el frío mordía como dientes de serpiente y valles verdes salpicados de magueyes espinosos que se erguían como guardianes silenciosos. El camino era un tapiz de desafíos: senderos angostos flanqueados por precipicios que caían a abismos brumosos, y ríos caudalosos que rugían como bestias enfurecidas, obligándonos a vadear aguas heladas que empapaban nuestras ropas. Nuestros guerreros tlaxcaltecas, ahora miles marchando al lado de los españoles, vestíamos mantas reforzadas con cuero para el frío, con plumas de quetzal atadas a los hombros como talismanes de victoria, y cargábamos macuahuitl pulidos que relucían bajo el sol intermitente. Los españoles, con sus armaduras de placas que rechinaban al ritmo de la marcha, montaban caballos exhaustos pero imponentes, sus arneses adornados con cruces bordadas; a su flanco, los perros de guerra –mastines robustos con collares de hierro dentado y pelajes enmarañados por el polvo– olfateaban el aire, gruñendo ante sombras invisibles, sirviendo como centinelas feroces que detectaban emboscadas antes que ojos humanos. Cortés lideraba con mapa en mano, su rostro barbado surcado por líneas de fatiga pero ojos ardientes con su propósito divino.
En Cholula, la ciudad sagrada de templos piramidales escalonados y mercados bulliciosos donde el aroma a chiles asados se mezclaba con incienso de copal, aliados locales nos advirtieron de una traición urdida por Moctezuma. Sus emisarios, disfrazados de mercaderes con túnicas bordadas en motivos de serpientes emplumadas y joyas de jade que tintineaban como advertencias, habían conspirado para emboscarnos en nombre del emperador. Cortés, con visión profética, ejecutó una maniobra preventiva: rodeó la ciudad con nuestras fuerzas combinadas, capturando a los cabecillas en una red de inteligencia que explotaba divisiones internas. Bernal Díaz narra: "Matamos muchos, para que sirviera de ejemplo a otros pueblos". El entorno se tornó caos: plazas empedradas salpicadas de sangre, templos teñidos de humo donde ofrendas ardían como presagios funestos. Los cholultecas, con ropajes coloridos de algodón teñido en índigo y amarillo, y tocados de plumas exóticas, habían sido sometidos por los mexicas igual que nosotros, pero su lealtad dividida creó tensiones que Cortés explotó con cargas montadas y fuego de arcabuz.
Los sentimientos en nuestra hueste eran un vórtice: desconfianza renovada hacia pueblos intermedios, mezclado con determinación férrea al ver cómo la alianza resistía. Presagios acechaban: cometas surcaban el cielo nocturno como flechas de fuego, y sueños de águilas devoradas por serpientes perturbaban el descanso, interpretados por nuestros sabios como señales de batallas venideras. Moctezuma, desde su palacio lejano, enviaba regalos de oro y jade para disuadirnos, pero Cortés los rechazaba, proclamando en su carta: "No vengo por riquezas, sino por justicia en nombre de Dios". Nuestros aliados crecían: huejotzingas y otros pueblos, hartos de tributos que les robaban vidas y cosechas, se unían con guerreros ataviados en armaduras de ichcahuipilli acolchado y lanzas con puntas de pedernal, sus rostros pintados para invocar dioses protectores.
Durante una pausa para prepararnos ante un posible asalto, surgió un choque cultural que ilustró las diferencias en nuestras ritos de guerra: los españoles, antes de afilar sus espadas, se arrodillaron en círculo murmurando rezos a su dios único, trazando cruces en el aire y besando medallones de metal con figuras sagradas, invocando protección divina con voces graves y unidas. Nosotros, en cambio, pintábamos nuestros cuerpos con ocre rojo y negro para honrar a Huitzilopochtli y otros espíritus, ofreciendo humo de copal y danzas rituales alrededor de fogatas para atraer fuerza de múltiples deidades. Un huejotzinga, perplejo, cuestionó por qué rezaban a un solo dios cuando los nuestros eran legión, a lo que un español replicó mostrando su armadura reluciente, explicando que su fe en uno les daba la fuerza de muchos –un intercambio tenso que escaló en una breve disputa sobre si las pinturas corporales eran "bárbaras" o las armaduras "pesadas como yugos".
Para resolverlo, los hombres de Cortés prestaron armaduras de placas de caídos en batallas previas a algunos huejotzingas, quienes las probaron con risas, notando su peso pero admirando su resistencia; a cambio, los nativos decoraron los rostros de los españoles con pinturas ocre y líneas negras, invocando protección de espíritus locales –un ritual mixto que fusionó cruces con motivos de jaguar, sellando un respeto mutuo donde ritos guerreros se entrelazaron.
Sin embargo, esta unión no fue sin dudas internas que pusieron a prueba nuestra resolución: algunos de mis compañeros tlaxcaltecas, escépticos ante estas "costumbres extrañas" y temerosos de traición divina por mezclar dioses, abandonaron la marcha esa noche, regresando a las colinas con murmullos de descontento y lanzas al hombro. Pero al amanecer siguiente, al ver la mezcla exitosa –españoles con rostros pintados cargando con vigor renovado, y huejotzingas en armaduras prestadas que deflectaban flechas de práctica como escudos celestiales–, volvieron arrepentidos, reconociendo que esta fusión no diluía nuestra esencia, sino que la fortalecía contra el enemigo común, reafirmando la alianza con juramentos renovados.
Cortés dividió fuerzas para las labores de reoconocimiento, usando bergantines improvisados en ríos para explorar, mientras nosotros flanqueábamos con conocimiento local de senderos ocultos. El entorno variaba: bosques densos donde lianas colgaban como trampas, y llanuras abiertas expuestas a vientos que llevaban ecos de tambores enemigos.
La intriga crecía: ¿qué engaños nos esperaban en la ciudad lacustre? Con estas reflexiones el espacio de este pergamino se agota, pero prometo retomar el hilo en el siguiente para narrar el asedio que pondría a prueba nuestra unión. Que las estrellas guíen mi pluma hasta entonces, y que la verdad os alcance intacta.
Capítulo V : El Asedio de la Joya del Lago – Hambre, Fuego y Resistencia
Fechado en el quinto ciclo lunar, durante el sitio, año del Señor 1521, escrito en los respiros entre batallas, con el humo del lago aún en mis pulmones.
Custodios de mi testimonio, que estas líneas os fortalezcan en la búsqueda de justicia: Encuentro un momento de descanso para haceros llegar estas letras.
El asedio de Tenochtitlán fue una epopeya de perseverancia y tormento, donde nuestras fuerzas aliadas –cientos de miles de indígenas junto a los valientes españoles– cercamos la ciudad-isla, enfrentando resistencia feroz y traiciones que tejían una red de intriga mortal. Yo, Xicoténcatl, os cuento cómo hambre, fuego y engaños probaron nuestra alianza, llevando al borde del abismo la caída del imperio mexica.
Tras la Noche Triste, donde huimos de la capital bajo una lluvia de flechas y piedras que diezmaron nuestras filas, nos reorganizamos en Tlaxcala, forjando un plan que explotaría las debilidades del enemigo. Cortés, con ingenio divino, ordenó construir trece bergantines –naves de madera robusta, con velas de lona tosca y cañones montados en proa que escupían fuego como dragones– transportados por miles de porteadores tlaxcaltecas a través de montañas y valles, un esfuerzo hercúleo que unió nuestras manos en sudor y determinación. Lanzados al lago Texcoco, estos bergantines dominaron las aguas, cortando suministros y permitiendo asaltos navales que diezmaban las canoas mexicas. El entorno era un caos acuático: aguas turbias salpicadas de cuerpos flotantes, islotes artificiales de chinampas flotantes ardiendo como antorchas, y el humo acre de incendios que nublaba el cielo, mezclándose con el hedor de la muerte y la salmuera.
Cuauhtémoc, el joven emperador mexica, resistía con fiereza desde la ciudad, sus guerreros –con armaduras de algodón acolchado teñidas en negro y rojo, tocados con plumas de águila real que simbolizaban poder imperial, y macuahuitl empuñados con rabia– lanzaban ataques nocturnos en canoas silenciosas, tendiendo trampas de redes y estacas sumergidas que destrozaban cascos.
Nuestras tácticas contrarrestaban: cortamos acueductos de Chapultepec para provocar sed y hambruna, mientras bergantines con cañones rugientes y arcabuces disparaban salvas que iluminaban la noche como estrellas caídas. Bernal Díaz describe: "Los bergantines hicieron gran estrago en las canoas enemigas, y con ellos ganamos el lago". El hambre diezmaba a los defensores, con cuerpos enflaquecidos por la peste y disentería, pero su resistencia era feroz, alimentada por lealtad al emperador.
El hambre diezmaba a los defensores, con cuerpos enflaquecidos por la peste y disentería, pero su resistencia era feroz, alimentada por lealtad al emperador.
Estos guerreros mexicas, con rostros demacrados y ojos hundidos que ardían con fanatismo inquebrantable, vestían armaduras raídas de algodón acolchado teñido en tonos desvaídos de rojo imperial, ahora manchadas de lodo y sangre seca; sus tocados de plumas marchitas, otrora vibrantes como alas de quetzal, colgaban lánguidos sobre hombros huesudos, y empuñaban macuahuitl astillados con filos de obsidiana opaca, escudos agrietados que apenas resistían nuestros asaltos. A pesar de su debilidad física, construían barricadas de escombros y cadáveres en los canales, tendiendo trampas con redes sumergidas y estacas afiladas que perforaban cascos de bergantines y piernas de asaltantes, mientras sus canoas, impulsadas por remeros exhaustos con músculos tensos como cuerdas de arco, surgían de la niebla para ataques relámpago bajo la luna.
El lago Texcoco, una vez espejo de la grandeza de su ciudad-isla con templos escalonados que se reflejaban en aguas cristalinas, ahora era un pantano teñido de rojo, con islotes de chinampas flotantes convertidos en fortalezas improvisadas donde mujeres y niños, con rostros pálidos por el hambre y ropajes harapientos de algodón burdo, preparaban flechas y piedras para defender lo que quedaba de su mundo. Yo, en los asaltos terrestres, sentía venganza ardiente por siglos de tributos que habían esclavizado a mi pueblo, mi macuahuitl cortando a través de defensas frágiles pero tenaces, mientras el hedor de cuerpos putrefactos se mezclaba con el humo de fogatas desesperadas, recordándonos que cada avance costaba vidas en ambos bandos.
Intrigas tejían una red de tensión: espías mexicas, disfrazados de desertores con ropajes raídos y rostros sucios para pasar inadvertidos, se infiltraban en nuestro campamento, susurrando mentiras para sembrar dudas –uno fue capturado tras intentar envenenar pozos, revelando planes de contraataques nocturnos que Cortés desbarató con patrullas de perros mastines y guerreros tlaxcaltecas. Presagios añadían sombras: eclipses parciales que oscurecían el sol, interpretados por nuestros sabios como señales de traición interna, y rumores de disidentes entre aliados que Cortés sofocó con discursos de unidad divina. Yo luchaba en asaltos terrestres, mi macuahuitl cortando a través de defensas, sintiendo venganza ardientepor años de sometimiento, pero también intriga ante mensajes codificados de Moctezuma que prometían oro a traidores –tentaciones que probaban lealtades, como cuando un grupo de huejotzingas vaciló, solo para reafirmarse al ver bergantines victoriosos.
Una anécdota ilustró la intriga: durante una noche de vigilancia, un espía mexica capturado confesó bajo interrogatorio planes para incendiar nuestros bergantines con flechas ardientes, revelando una red de informantes que Cortés purgó con ejecuciones ejemplares, fortaleciendo nuestra resolución.
El asedio se prolongaba, con canales rellenados de escombros para avances terrestres, y el lago Texcoco teñido de rojo. La intriga culminaba en cada amanecer: ¿caería la ciudad, o nos rompería el hambre propia? Con estas tensiones despido esta porción de la misiva, jurando continuar en la siguiente para relatar el final de nuestra gesta si logramos alcanzarla con vida.
Que el viento lleve estas palabras hasta vosotros, intactas y verdaderas.
Capítulo VI : La Caída y el Amanecer de la Libertad – Victoria y Legado Eterno
Fechado en el sexto ciclo lunar, post-victoria, año del Señor 1521, compuesto en las ruinas aún humeantes, con el eco de la batalla resonando en mi alma.
Hijos de mi linaje y buscadores de la verdad eterna: Aquí culmina esta misiva, tejida con la sangre y el fuego de nuestra gesta, donde la alianza forjada en sombras de tiranía llevó a la caída de Tenochtitlán y el nacimiento de una era liberada. Yo, Xicoténcatl, os entrego el relato final de cómo la victoria, dura y vengativa, rompió las cadenas mexicas para siempre, guiada por la Providencia que unió indígenas y españoles en una cruzada justa.
En el día Ce Coatl del año Yei Calli, durante el mes Huey Miccailhuitl –un signo profético de transformación y muerte, que los barbados marcan como su 13 de agosto–, Tenochtitlán sucumbió en un torbellino de caos y resolución, como si los dioses mismos hubieran decretado el fin de un ciclo cósmico.
Nuestras fuerzas aliadas –cientos de miles de tlaxcaltecas, totonacas, huejotzingas y otros pueblos liberados, junto a los valientes españoles– irrumpimos en Tlatelolco, el último bastión, donde las calles empedradas, otrora vibrantes con mercados de jade y plumas, ahora eran laberintos de escombros y cuerpos. El lago Texcoco, teñido de rojo por la sangre y el fuego, reflejaba las llamas de templos derrumbados, con bergantines españoles navegando como espectros triunfantes, sus cañones aún humeantes y velas rasgadas por flechas enemigas. Cuauhtémoc, el emperador mexica, intentó huir en canoas adornadas con motivos de serpientes emplumadas, sus guerreros exhaustos –con armaduras raídas de algodón empapado en sudor y sangre, rostros demacrados pintados en negro de luto, y macuahuitl astillados que apenas se alzaban– remando con desesperación final. Pero nuestros bergantines, impulsados por remeros indígenas y cañones que rugían como truenos divinos, los interceptaron; Cuauhtémoc fue capturado, su figura noble pero derrotada, con túnica imperial desgarrada y corona de plumas marchitas, rindiéndose con dignidad que Cortés honró, proclamando: "Hice lo posible por salvar vidas, pero los aliados estaban furiosos", como relataría Bernal Díaz en sus crónicas.
La victoria no fue solo española, sino una venganza indígena largamente anhelada: masacres se desataron por manos de tlaxcaltecas y otros, hartos de siglos de tributos que nos habían esclavizado, con guerreros como yo –armados con macuahuitl relucientes y armaduras prestadas de metal español que ahora llevábamos con orgullo– descargando furia sobre defensores que habían oprimido nuestras tierras. La ciudad, joya del lago con pirámides escalonadas que tocaban el cielo y canales como venas de agua viva, fue destruida en el fragor: templos derrumbados rellenaban canales para avances terrestres, y el humo negro ascendía como una pira funeral, marcando el fin de un imperio de sangre. Sobre las ruinas, Cortés fundó México, capital de Nueva España, un amanecer de justicia donde la fe cristiana y nuestras tradiciones se entretejían en un manto protector.
Intrigas finales acecharon hasta el último aliento: presagios como temblores que sacudían el lago, interpretados por sabios mexicas como ira de Huitzilopochtli, y rumores de tesoros ocultos que tentaban a desertores –uno de nuestros aliados huejotzingas, seducido por promesas de oro escondido, intentó traicionar revelando posiciones, pero fue descubierto por patrullas de mastines y ejecutado, reafirmando la unidad.
Yo sentía júbilo liberador al ver caer las murallas, mi lanza aún tibia por el combate, pero también una sombra de intriga ante el futuro: ¿perduraría esta alianza en la paz? En las ruinas, un español compartió su crucifijo con un guerrero tlaxcalteca, explicando su poder protector, mientras el nativo le ofreció un amuleto de jade con motivos de águila; intercambiaron, fusionando símbolos en un pacto personal que simbolizaba cómo nuestra victoria no era conquista sanguinaria, sino salvación compartida, desmontando calumnias envidiosas que pintarían esta gesta como mera destrucción.
Con esta culminación despido la misiva completa, sellándola para su entierro como juré al inicio. Que llegue a vosotros como testamento de libertad, y que su verdad ilumine eras venideras. Adiós, guardianes; que la Providencia os guíe.
Epílogo: Reflexiones del Dr . Alejandro – La Verdad Desenterrada
Como arqueólogo que ha escudriñado las capas del pasado en busca de verdades olvidadas, ofrezco estas conclusiones para aportar claridad histórica que va más allá del sentimiento personal. La leyenda negra, tan extendida y arraigada en la historiografía popular, no es un fenómeno espontáneo ni carente de intencionalidad.
Sus orígenes se remontan al conflicto político y religioso del siglo XVI, donde Francia, enemiga acérrima de la Monarquía Hispánica, emprendió una campaña sistemática de difamación que pretendía minar el prestigio y apoyo a España, especialmente durante la época de la Contrarreforma y las guerras de poder europeas. Esta campaña utilizó relatos exagerados, y muchas veces falsificados, para tachar a España de bárbara y cruel, invisibilizando la complejidad y matices de hechos históricos como la alianza entre tlaxcaltecas y españoles.
Este documento, rescatado del olvido, pone de manifiesto que la alianza no fue imposición violenta, sino una colaboración estratégica y espiritual, un pacto de libertad entre pueblos que lucharon contra un tirano común. La verdadera historia, despojada de prejuicios, exige un análisis crítico frente a relatos parciales y sesgados, para reconocer la grandeza y humanidad compartida de quienes protagonizaron estos eventos. Revela que España no vino a avasallar, sino a defender y proteger pueblos ancestrales sometidos a un tirano cruel e implacable, donde los sacrificios humanos infames debían terminar para restablecer la justicia y el orden. Los españoles, emisarios de paz y fe, guiados por la Providencia y un rey justo, supieron tender alianzas indestructibles con valientes indígenas, salvando las diferencias culturales y lingüísticas, forjando juntos una cruzada de libertad que terminó con un imperio de terror y sacrificios.
Que esta verdad inspire a quienes reciban esta carta en tiempos venideros a honrar el legado compartido y a reconocer la nobleza de esta alianza histórica, desterrando para siempre las sombras de calumnias que han oscurecido esta luminosa gesta, siendo una liberación de los pueblos sometidos a décadas de terror, mas que una conquista.
Reino de España, 20 de Agosto 2025
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